A Mis Vicenta Colón
Después de leer el poema La mancha de plátano, Mis Colón hizo que cada uno de sus estudiantes expresara su interpretación del mensaje del autor.
Patricio, no era un alumno muy aplicado y en aquel entonces poco le decían los versos del poema en la pizarra. Era amigos de todos y enemigo de nadie, y ese día tenía en su mente hacer amistad con el nuevo estudiante, Peter el gringo, un jincho de ojos azules recién llegado de Nueva York.
Peter era hijo de padres salinenses que desencantados con la vida en la gran ciudad, regresaron a la isla. Odiaba el arroz con habichuelas, el pan sobao, los dulces de la tiendita de Rafa, el humo de la central, el aroma de café, el sol y la lluvia. Era muy joven para elegir sus propias circunstancias y parecía que el golpe más duro que le dio la vida, fue vivir en Salinas.
¡Ah que chulería si hubiera dejado ahí la hermosa metáfora! … Pero la cagó al añadir “Sí, mire el lunar en el antebrazo tiene la forma de nuestra isla, pues le juro por mi madre que ayer esa mancha estaba en el brazo izquierdo”.
Patricio, tenía fama der ser “lucío como el chayote”, por tanto no le cogieron en serio, y las fuertes carcajadas se oyeron más allá de la plaza pública, agravando la pena que le causó la F que le espetaron. El gringo pensó que se reían de él y salió del salón de clases como un elefante en estampida.
Patricio no hablaba el difícil, pero su buen entendimiento de la condición humana suplía la falta de aquel lenguaje, y para sacarlo del enojo, convidó a Peter a una hamburguesa con papas fritas en la cafetería de Félix, un lugar cercano al viejo teatro Monserrate, muy popular por sus emparedados de pernil. Fue la única vez que vio la sonrisa del gringo, que sin papar devoraba la hamburguesa con papas fritas, complementadas con un delicioso “blacao”.
Se hicieron buenos amigos y poco a poco el gringo fue llenando la mente de Patricio con historias de mejores amaneceres en tierras lejanas. Cuando se graduaron de la escuela, Peter regresó a la manzana grande y un año más tarde Patricio se fue a esos nuevos cielos en pos de una mentira.
Pasaron muchos años antes que Patricio pudiera regresar a la isla. Trabajó para el inglés de sol a sol y fue muy poco el fruto de su sudor. Cuando regreso a la isla lo envolvió la tristeza que causa la ausencia del paisaje de colores, ruidos y olores de la infancia cuando lo malo estaba tan lejos de lo bueno.
Y se lamentaba diciendo, “carajo me siento ahogado en un destierro, como si el jodido avión no acaba de una vez por todas de aterrizar en mi terruño”. Su mamá, al verlo tan triste y no poderle dar el sol y el cielo entero, adivinó que el mejor remedio para calmar sus ansias era asar un lechón.
Había un problema mayor; es que tan cerca la noche buena, no había leña en el llano. Entonces, con su buen amigo, John Paul el panzón, Patricio se fue a las montañas a buscar carbón. En un friquitín de Las Palmas, un parroquiano dijo donde podían conseguir el carbón. Señaló hacia el pico de un monte y dijo “allí arribita”.
Tuvieron que pujar para subir la peña, y John Paul encomendó a satanás el alma del tipo que les dijo del lugar. De tantos picos y tropezones llegaron a la cima molidos, con ampollas en los pies y más muertos que vivo. Una señora muy amable y caritativa, al verlos desequilibrados y sin aliento, mandó a uno de sus niños a ir por agua y a otro a buscar a Don Pedro, que así se llamaba el carbonero.
Patricio se echó bajo el tronco de un aguacate y quedó ensimismado por la belleza del lugar. El ruido de los animalitos tomó forma de canción y él se alegró con sus cantares. El pico de la montaña adyacente hincaba las nubes que drenaban el agua en su falda de helechos hasta llegar a un cántaro de piedras. Le pareció una copia de las cascadas que abundan en el célebre Yunque. De allí, el niño echó en un pote aquella agua fresca y maravillosa para mitigar la sed de los visitantes.
El sonido de las campanillas de un buey sacó a Patricio de aquel éxtasis y vio que subiendo la jarda llegó don Pedro con su carga y una flor de amapola para su buena señora. Ella corrió a su encuentro para secarle el sudor y aliviar su fatiga con abrazos y besos mientras los niños y las mariposas les hacían ronda.
Y Patricio, muy poco pudo imaginar la casualidad del destino, cuando quedó sorprendido al descubrir que don Pedro, era nada más y nada menos que su viejo amigo Peter el gringo , que ahora vivía en un edén como dichoso jibaro “terminao”.
Como habrá barruntado mi lector, no faltaron los saludos llenos de emociones seguidos por los tragos de pitorro.
Llegaron los cucubanos anunciando la noche y comenzó a llover. Tuvieron que despedirse a la ligera, pero antes de partir, Patricio le preguntó a Pedro si todavía tenía la mancha en el antebrazo. Pedro desabotonó su camisa dejando ver la isla tatuada en el pecho, y dijo “la mancha ya no se mueve, como una flor ha brotado justo en el corazón”.
Y salieron de allí corriendo con sacos de carbón y frutas sobre sus lomos. Si malo fue subir aquel monte, peor y más doloroso fue bajarlo. Los tragos del Pitorro y la lluvia hicieron la tarea un poco difícil y por eso rodaron peña abajo como barriles de manteca. Y entre vueltas y maromas cogieron muchos cantazos hasta que zambulleron en un lodazal donde se convirtieron en carne de sanguijuelas.
Aturdidos y comiendo fango corrieron presurosos hacia un platanal y se restregaron en el piso para librarse de las sanguijuelas. Luego Patricio se quejó de un picor
Una vez removida la sanguijuela, se reveló ante sus ojos, como fina pintura de Oller, el moretón más hermoso de todos los tiempos. John Paul hizo la señal de la cruz y dijo “Las piedras y las sanguijuelas de este bendito suelo te han estampado la imagen de Borinquén en el corazón y esto es cosa más divina que humana”.
Entonces Patricio exhaló con viva alegría y sintió que al fin había aterrizado blandamente en su terruño de a donde jamás partió.
©Roberto López
