A Dionisio Morales
Solía venir a vernos aunque fuera una vez por semana. Pasaba largos días encerrado en su casa entregado a sus obras. Le era placentero, de vez en cuando, tomar un carro público desde Sabana Llana hasta el pueblo. El viaje le brindaba la oportunidad de platicar con sus compueblanos, aunque los temas discutidos fueran muy complicados para ellos. El Míster se ha vuelto loco, pensaban.
Se sentaba frente a mí con lo poco que podía ofrecerle: un refresco o una taza de café.
Desgranaba sus quejas como cuando se toma una vaina de gandul y se quita la semilla una a una: se separan las secas de las maduras ya que ambas no pueden mezclarse en la misma olla.
Mis oídos, eso era lo único que le interesaba. Sabía que, sin interrupción, podía quejarse por largas horas, aunque nada se resolviese.
¡Matan los árboles! decía.
¿Qué le pasará a esta isla sin árboles? Continuaba sin esperar respuesta.
Pasaba de un tema a otro sin apenas respirar:
¿Recuerdas el mural que pinté en el comedor de la Escuela San Felipe? Asentí con la cabeza. ¡Tantas horas de trabajo! Pintaron las paredes y la ocultaron, igual que a las amapolas de Manases.
¿Acaso este pueblo no conoce el arte?
Pasaron varias semanas sin que viniera a vernos y decidí ir a su casa. Nunca había estado allí.
¿Dónde vive Mr. Morales? Le pregunté a un vecino, sin saber que lo era. ¿Usted ve aquella casa rodeada de cachivaches? Esa es.
© María C. Guzmán

