por Aníbal Colón Rosado
Los agentes de valores o intermediarios de inversiones corrían confiadamente en sus automóviles costosos por las avenidas de la gran urbe. Las escaleras y los ascensores de los edificios ultralujosos se los tragaban y los vomitaban intermitentemente.
En el recinto cubierto de cemento, acero y cristal apenas sobraba un rincón boscoso donde refugiarse, a no ser bajo el verdor del dinero. Todo se reducía a fabulosos ganancias e intereses crematísticos en el altar del ídolo dorado. Desde sus opulentos despachos, los brókeres bien trajeados contemplaban un paisaje estéril de rascacielos codiciosos.
Pero en el momento inesperado, llegó la noticia ominosa y estalló la catástrofe prevista por un empleado expulsado. Esta vez la bolsa no fue objetivo de ataques terroristas, sino de otro terrorismo que crece en las entrañas de la misma especulación despiadada. Los protagonistas de la debacle se sentían miserables: sufrirían pérdidas astronómicas y destruirían la vida y la confianza de sus clientes. Mas la ambición suele
La cúpula capitalista salió ilesa del desastre y, con el tiempo, estableció otra corporación. El pecado original seguía latiendo en sus empresas blanqueadas. Y, aunque se había asegurado un porvenir extravagante, le faltaba todo.
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