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Pantera / Edwin Ferrer

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Sus fuertes carcajadas eran la seña de su intachable identidad. Sus risas sobrepasaban por encima a las hienas aún siendo Pantera. Se desplegaba por todo el pueblo como un acordeón en manos de un principiante, tocando átonas pero alegres melodías. Sus notas no tenían secuencia en el pentagrama. Podían empezar con un ji, ji, ji, un jo, jo, jo, un ja, ja, ja, o una cadena de ji, je, jo, ja, je, jo, jo. Así seguía desde el malecón a la plaza los sábados, después de haber cobrado alguna que otra chiripa.

Todo empezaba bajo el flamboyán del callejón hacia Borinquen donde afinaba con unos tragos de aguardiente. El primer trago era silencioso, cataba el divino elixir de  los desafortunados. Cerraba sus ojos y hacía unas gárgaras dentro de sus mejillas, para decidir si estaba bien fermentado o para detectar la caña diez doce. Si no, escopeteaba el buche y no compraba el licor. De ser buen aguardiente, salía resonando como una locomotora con un jo, jo, je, ji, ja, ja, je, ji, je, jo.

Su amigo Güelito, el asistente de la funeraria Salinas Memorial, tenía escondida una botella de pitorro fermentado con raíces, pasas y huevo de carey escondida dentro de un ataúd. Un domingo vespertino, después de haber embalsamado y preparado un cadáver para el sepelio, Güelito invitó a Pantera a darse unos tragos. Después de haberse echado el primero, se prendió como un cohete y comenzó con un largo ja, ja, ja, ja, ja, seguido por un je, je, je, je luego un jo, jo, jo, jo, hasta retumbar con un jiaaaaajajajajajiiii.

De pronto, el muerto se levantó y Pantera arrancó a correr malecón abajo como alma que lleva el diablo, perdiéndose en los matorrales de la colonia Isidora. En realidad el que más se asustó fui yo, cuando me bajé de aquella caja de muerto y Güelito me corrió con su palo de escoba.

© 15/5/2009 Edwin Ferrer

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