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Palomo / por Roberto López

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P A L O M O

Capitulo Uno

La Leyenda

 

 

Un 31 de octubre, poco antes del crepúsculo vespertino, fui al río con mi abuela a buscar cohitre y verdolaga.  Cuando llegamos a una vereda cerca del cementerio, se nos cruzó un caballo blanco.  Era Palomo, un caballo manso y apacible que vivía debajo del puente; patizambo, cojo, con dientes amarillos y ojos negros que brillaban, como fino cristal. Como no tenía herraduras, los cascos de las patas delanteras parecían cuernos apuntando al cielo.  Bestia deforme que pacientemente toleraba las travesuras de los niños y la indiferencia de los hombres.   Así era Palomo.  Mi abuela, al ver a Palomo, sintió frío y temor. Sacó el rosario y dijo una oración, haciendo la señal de la cruz.  Palomo nos cedió el paso. Se metió por un hueco en la verja del cementerio y se fue a descansar al lado de una tumba sin nombre, donde estaban los restos de un joven conocido solamente como El Albino.  Le pregunté a mi abuela por qué le temía al caballo.  Sobre el agudo zumbido de la fresca brisa de octubre, con cara sombría y voz temblorosa, ella me contó la leyenda de El Albino y su caballo Palomo.  El Albino vivía cerca del cementerio y en las noches de luna llena se disfrazaba de El Látigo Negro, personaje famoso de las películas mejicanas, y en su caballo blanco galopaba por la orilla del río, azotando su flagelo.  Sus azotes rompían la barrera del sonido y eran el pánico de los niños del pueblo.  Una mañana un pescador encontró el cadáver de El Albino, allá por la boca del río.  La noticia de su muerte se regó más rápido que la peste y entonces llegaron muchos curiosos a aquel lugar.

Su cuerpo, pálido y semidesnudo, tenía heridas punzantes en el cuello y laceraciones en forma de Z en el pecho. Sus ojos abiertos revelaban espanto y una feroz agonía.  Sin dudas vio a Lucifer antes de morir.  Según de la pata que cojeaban los testigos, así fueron las conjeturas.   Unos dijeron que el Chupacabra y otros dijeron que fue El Zorro quien lo mató.  Mientras tanto, Palomo, que se había escondido en el manglar, guardaba el secreto de lo que allí aconteció.  Dicen que desde el día de su muerte, en las frías noches de octubre, por la boca del río se escuchan los azotes del látigo, como gritos de un alma en pena.  Yo no sufría la misma dolama que mi abuela y cuando ella terminó de contar la leyenda,  me reí muchísimo, tal como si me hubiera contando un chiste.

 

 

P A L O M O

Capitulo Dos

Trick or Treat

 

De regreso al Malecón, encontré a mis amigos que me invitaron a ir de trick or treat por las calles del pueblo.  Como no teníamos máscaras, fuimos a la carbonera de don Bache, en la punta Norte del Malecón, a buscar tizones.  Nos pintamos las caras, como piratas del Caribe y empezamos el recorrido por las calles del pueblo.  Sabíamos, por experiencia, que en las casas del pueblo no habían dulces, por lo tanto, sólo fuimos a los colmados de cada esquina.  Los dueños de negocios tenían el corazón más blando cuando había testigos y por eso entrábamos a los colmados cuando había clientes. Seguro estoy que le causamos pérdidas y ellos, disimulando muy mal sus caras de espanto, repartían dulces con una fría sonrisa.  Ya era casi la hora del toque de queda, cuando la sirena sonaba y el Sr. Sereno nos mandaba a dormir.  ¡Pobre del niño que cayera en las garras del Sr. Sereno después de las nueve de la noche!  Con los bolsillos llenos de bembeteos y maspostiales, caminamos de regreso al barrio.  Cerca de la zapatería La Milagrosa, de Don Noel Ten, oímos el trotar de un caballo, pero no vimos al animal. Asustados, apresuramos el paso y, de pronto, como si saliera de la nada, vimos la aparición de un caballo blanco. Quedamos inmóviles porque el animal cerrero relinchaba y amenazaba con atropellarnos.  ¡Ah, encrucijada para unos tenorios sin espadas: o nos comía un caballo o nos cogía el Sr. Sereno!  Sólo la luz de la luna alumbraba aquel rincón del pueblo.  Entonces sucedió que, súbitamente, prendió el bombillo de la zapatería que asustó al caballo. En aquel preciso momento, ví la silueta de un jinete y en la nalga, el caballo tenía la marca de la Bestia: 666.  La bestia sin jinete salió a todo galope, calle abajo, como alma que lleva el diablo y un azote de látigo quebró el silencio de la noche.  No sé de dónde sacamos la fuerza, pero perseguimos al caballo hasta que se desvaneció en la distancia, allá por debajo del puente.   Al llegar al puente sólo encontramos a Palomo, el caballo patizambo que, enseñando sus dientes amarillentos, parecía reír.  Sonó la sirena del toque de queda y dimos la media vuelta para correr otra vez.  No sé por qué, pero antes de correr quise darle una última mirada al viejo caballo. Tal vez fui motivado por un nauseabundo olor a muerte, tan apestoso que ahogaba el que emanaba de los pantalones de mi amigo Felipito, que estaba ciscado de miedo.  Miré hacia atrás, con vista de águila, y entre el negro horror de las tinieblas, metido en una poza fangosa, vi los sangrientos ojos y las enormes garras de un Garadiábolo de agua dulce. Con su rabo de látigo daba azotes en el agua, rompiendo en pedazos la bella luna.  Seguramente maldecía la inoportuna sirena que le espantó sus tiernas presas.  Con un inmenso escalofrío salí de allí corriendo y no paré hasta llegar a mi casa.   Esa noche, debajo de la cama, hice guardia con mi escopeta de corcho. Mágico fusil que mataba hasta el hambre.  Al otro día, con voz temblorosa, le conté a mi abuela todo lo acontecido. Y ella, que no sufría la misma dolama que yo, se rió tanto que hasta se le cayó la caja de dientes.  Yo nunca volví a salir de trick or treat.

 

© Roberto López, 2008

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