Saliche era un hombre jovial de estatura mediana y tez blanca. Se relacionaba con todo el mundo. Se podía decir que era un hombre de pueblo muy querido por todos en Salinas. Él era todo un personaje. Nunca le oí pronunciar una palabra soez ni nunca lo vi enojado. Tenía un tono de voz bajo y hablaba pausadamente.
Pero Saliche era también el encargado de la Oficina del Servicio Selectivo en Salinas. En esta oficina se tramitaba el reclutamiento de los nuevos soldados para el ejército de los Estados Unidos. Como parte del engranaje de reclutamiento, había una Junta Local compuesta por gente escogida por el aparato militar. Aunque uno no quisiera verlo así, detrás de ese personaje jovial estaba la figura temida del reclutador del servicio militar obligatorio.
Saliche solía caminar por el pueblo todos los días. Cuando veía a un muchacho en edad militar, en broma y en serio, lo ponía a temblar amenazándolo con llevárselo para el ejército. Los jóvenes, en son de broma, cuando lo veían venir por la calle, se escondían como el que le huye al demonio, temiendo convertirse seguramente en carne de cañón, de una guerra en las que Estados Unidos llevaba las de perder.
Cuando los muchachos en edad militar formaban algarabías en algún lugar del pueblo, los mayores, para espantarlos, les gritaban: “Escóndanse que por ahí viene Saliche.”
Cuando yo llegué a los 18 años, me inscribí en el Servicio Selectivo, como era obligación de acuerdo con la ley.
Desde ese momento, Saliche me quería enlistar en el ejército. Sin embargo, como yo era estudiante, cualificaba para ser diferido. Estuve diferido hasta que terminé mis estudios en la Universidad de Puerto Rico en 1964.
Un año después de mi graduación, recibí la carta de inducción para presentarme a tomar los exámenes para entrar al servicio militar. El tío Sam estaba reclamando a los jóvenes boricuas para enviarlos al teatro de guerra en Vietnam.
Fui citado al Edificio Rodríguez en San Juan para tomar los exámenes. Esta instalación había sido un hospital militar. Estaba a la entrada del Morro en San Juan. El ejército utilizaba chóferes de carros públicos para transportar a los candidatos hasta ese lugar. Ese día, Barna, nos llevó en su carro público hasta Fort Brooke, dejándonos a la merced del ejército en la entrada del Castillo El Morro.
Antes de tomar los exámenes escritos, me dije a mi mismo: “haz lo mejor que puedas en esos exámenes” y eso hice. Como yo, había un grupo de graduados de la universidad citados para ese día. Nos dieron los exámenes, tanto los escritos como el médico, separados de los demás candidatos. Cuando salí de los exámenes escritos un sargento me dijo que había sacado perfecto.
El médico me dijo que mi presión alta era muy rara. Así que me acostó en una camilla y me dejó allí por unos interminables cinco minutos. Yo seguí con mi estrategia.
Al cabo de los cinco minutos llegó el médico y me tomó la presión y salió alta. Entonces me dijo: “respire por la boca.” Luego de varias aspiraciones e inhalaciones me tomó la presión y ahí fue mi debacle. La presión salió normal, al menos eso fue lo que me informó.
Cuando terminé de tomar los exámenes, un sargento regordete me dijo que yo era candidato para la Escuela de Oficiales. Yo, siendo objetor, le conteste que yo era candidato para la cárcel porque para Vietnam yo no iba.
Me dieron un sándwich, un guineo y dos dólares para pagar el viaje de regreso a Salinas. Por cierto, yo me quedé en Caguas en donde ya residía con mi adorada esposa Nora. Así que les economicé un dólar y cincuenta centavos.
Después de haber tomado los exámenes, continué las gestiones para que me defirieran del servicio militar.
Como resultado de todas esas gestiones me libré de tener que ir a Vietnam y fue Saliche el que se quedó con la carabina al hombro.
©Edelmiro J. Rodríguez Sosa

