A Cristino Semidey
En Talas Viejas la pubertad no era cosa hormonal, sino de brazo, por eso hasta tanto no se alcanzara a pegarle al pipote con un pedrusco, por más que se empeñase uno en debatirlo, todavía meaba dulce.
Esa clasificación hería las fibras más íntimas de nuestra virilidad y para evitar el estigma, cada uno de nosotros deliraba con el día en que lográramos arrancarle al pipote aquel grito de dolor que era música para nuestros oídos.
“¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnn!” ―era el grito de victoria que nos traía la brisa cuando la piedra impactaba la superficie metálica del pipote.
Entonces todo era celebración, si era un primerizo.
― ¡Eso fue una feca! ―exclamaba casi siempre el que aún no lograba el anhelado deseo.
― ¡Que la repita! ―saltaba algún veterano en ánimos de pasar el macho.
Luego, en la segunda ronda, si volvía a darle al pipote, se convertía en toda una celebridad. En el nuevo ídolo de los menos agraciado.
No se sabe quién instituyó aquello en Talas Vieja, aunque es de suponer que haya sido “Bin” de la Cruz, por su descomunal brazo y su afición, entonces, a hacer alardes de su poderío.
Una tarde me hallaba solo en Talas Viejas, el resto de mis compinches se habían ido, no recuerdo adonde, y aprovechando aquella inusual soledad, agrupé las mejores piedras que pude encontrar y comencé a buscar con ellas mi pubertad hasta que, ya entrada la noche, oí aquel “¡Piiiiiiiinnnn!” que llegó vibrante y triunfal a mis oídos.
Miré para todos los lados, esperanzado en ver a alguien que pudiese dar fe de mi proeza, pero no había ni un alma en el barrio, sólo mi perro “Rin-Tin-Tin” y el viejo Cristino, que tenía el coco en las sínsoras.
Recuerdo que lo repetí tantas veces que don Rufo, el encargado del acueducto y vecino nuestro, se me puso bravo porque el constante ruido de las piedras estrellándose contra el pipote no lo dejaban dormir.
― ¡Véngase paentro muchacho desconsiderao! ―me gritó la vieja desde el balcón al escuchar la queja don Rufo― Lávese el jocico y métase a la cama.
Toda la noche me la pasé esperando que amaneciera para bañarme de gloria frente a mis amigos.
Cuando me dio el sol en la cara me tiré al callejón y al poco rato todos seguían mis movimientos. Tomé la mejor laja y cuando disparé Cristino asomó la cabeza por la ventana y dijo:
―Todavía mea dulce.
Durante una semana fui el hazmerreír del barrio.
© Josué Santiago de la Cruz
