A mi padre
Marcial era un primo de mi padre a quien se le atribuían poderes sobrenaturales, cosas y hechos inexplicables, que según cuentan, usaba para “hacer lo malo”.
Se rumoraba que tenía algo así como un pacto con el demonio…
Eso lo decían por lo bajo, como si temieran que en las mismas pailas del infierno los estuviese escuchando aquel hombre sin ley ni religión.
Mucho antes de yo nacer —y antes de mis hermanos haber nacido, porque ni mi padre ni mi madre se conocían aún— mi padre vivía en un sector, entre Parcelas Vázquez y el monte «Las Tetas», comúnmente conocido, entonces, como Los Algodones.
Allí se levantaba una barriada de no más de 10 casas apretujadas unas contra otras, cual matojo de caña avinagrada; elevadas en zocos y paredes de pichipén*, con techado de paja.
Aquellos parajes estaban cubiertos de vegetación y sólo podía llegarse allí pasando por una vereda intrincada.
Más por razones de aislamiento e ignorancia, que por la falta de recursos para cubrir aquellas necesidades, cualquier contratiempo de salud, ya fuera un catarro común o una herida cualquiera, era motivo suficiente para causarle la muerte al acatarrado o al herido, ya que para llegar al pueblo, a caballo o a pie, había que hilar más fino que el hilo 80.
Una noche, de las muchas en que los rayos y las centellas iluminaban con su fulgor el cielo ennegrecido de Los Algodones, mi padre, según él mismo me relató mucho tiempo después, oyó un desorden de trastos proveniente de la cocina, que quedaba a unas yardas de la residencia, y cuando se asomó por una de las aperturas de la puerta, vio los puntos de luz que se formaban en las tablas agujereadas de la cocina y pensó que algún intruso, cosa poco probable en aquellos rincones olvidados, había forzado la entrada para robar los alimentos allí almacenados.
—Es Marcial —le dijo el abuelo a mi padre— Anda huyendo de la muerte y busca con qué matar el hambre.
El agua empezó a caer y los alaridos de la naturaleza sobresaltada se hicieron cada vez más sonoros. Más avasallantes.
Entre rato y rato, las ráfagas invadían la cabaña, iluminándolo todo en cosa de segundos.
Después los truenos empezaron a retumbar, haciendo vibrar la casa en sus cimientos…
Por encima del desorden de la naturaleza enfurecida, se oyó el aullido de un perro que hizo que mi abuela metiera la mano dentro de la palangana donde tenía un velón encendido, de donde extrajo un rosario goteando agua bendita.
Mi padre la vio aferrada a la hilera de piedras y no dijo nada.
Ella comenzó a rezar unas letanías aflictivas.
—Métase a la cama —le dijo la abuela a mi padre—, que lo malo anda hoy realengo. ¡Señor lo reprenda!
Mi padre lanzaba dientes de ajo machucados a diestra y a siniestra.
—Quítese de ahí, oiga. No sea tan averiguao, ¡carajo!
“Corrí a la habitación donde mis hermanitos dormían y busqué un agujero para desde allí atisbar… Quería ver con mis propios ojos a Marcial, para verificar si en verdad su sola mirada era capaz de fosificar su imagen en el recuerdo…”
De los labios enrojecidos le caía una sustancia gelatinosa, preñada en burbujas, que al hacer contacto con la tierra humedecida se transformaba en pequeñas lenguas de humo.
Apenas hubo caminado unos pasos en dirección al monte, se detuvo y viró la cabeza hacia donde mi padre tenía el ojo adherido al hueco en el pichipén.
Se requedó en aquella posición por algunos segundos, atisbando, desde la distancia, a mi padre, que al sentir su mirada penetrarle la suya, de un salto cayó en medio de sus hermanitos, que ni cuenta que se dieron. Se arropó de pies a cabeza hasta que el cansancio le cerró los ojos.
Aquella noche tuvo pesadillas sin que éstas alcanzaran a despertarlo.
© Josué Santiago de la Cruz
*Pichipén: Madera blanca, muy liviana y de poco valor.
© Josué Santiago de la Cruz

