Las hermanas Ketty y Josefina Benvenutti pertenecían a una familia de rancio abolengo del sur de Puerto Rico. Residían en una casona de una sola planta construida con maderas del país y techo de zinc. La casa estaba localizada en la calle Monserrate frente a la plaza Las Delicias de Salinas. Doña Tipín, que así apodaban a doña Josefina, había enviudado y tenía tres hijos de apellido Corretjer, Otto, Tony y Chipo. Doña Ketty nunca se casó, aunque era una esbelta dama de piel blanca con cabellos y ojos negros que seguramente llamó la atención de más de un caballero. Doña Tipín por el contrario era de piel rosada, pelo rubio y ojos claros.
La casona, la recuerdo siempre pintada de amarillo. A lo largo de toda su fachada tenía un balcón con balaustres. En la parte posterior había una terraza que servía de sala de estar en los días calurosos y de comedor casual. Estaba rodeada por árboles frutales de mangós, cerezas, anones, quenepas y hasta hubo una parra.
La ramas de algunos árboles de mangós y cerezas colgaban hacía la casa de mi mamá Tilita. Hugo, hijo del doctor Cardona y de doña Conchita, hermana menor de las Benvenutti, solia buscar frutas en la casa de sus tías. Asomados por la verja, mis hermanos Dante, Lola, Koko y yo le pedíamos cerezas. El grito era: “Hugo tírame una cerecita.” Hugo siempre correspondió abundantemente a ese pedido.
Muchas veces a Ariel Ortiz y mí nos contrataba doña Ketty para recoger las hojas caídas en el extenso patio. Era una tarea agotadora. Al final de la jornada, completamente extenuados, recibíamos como compensación tres reales, es decir, setenta y cinco centavos para ambos, lo que parecía ser en la mente de ellas la paga justa de un peón. Un día, a mitad de trabajo, abandonamos la tarea cuando teníamos el bofe por fuera y comprendimos que nuestros cuerpos infantiles no resistían tan agotador trabajo. Desertamos sin comunicarle ese sentir nuestro a doña Ketty. Lo cierto es que, aunque la empezamos, doña Ketty nos castigó y no recibimos compensación alguna por la mitad del trabajo.
Lo peculiar de la casa de las hermanas Benvenutti era una colmena alojada entre el doble seto y el techo de la pared oeste que daba hacia el edificio de mi madre. Nunca supe cuando las abejas se apoderaron de ese lugar. Para mí siempre estuvieron ahí. Desenfadadamente y sin pedir permiso formaron su colonia y allí entre las maderas añejadas por la miel estuvieron por años de años.
Muchas veces intentaron sacarlas, pero invariablemente las abejas regresaban a aquel lugar a destilar su sabrosa y ambarina miel. Repetidas veces observé a Eusebio Rosa en el intento inútil de acabar con aquellas abejas. Cansada de que Eusebio no pudiera extinguir la colmena, doña Ketty contrató a otros expertos apicultores. El resultado siempre fue el mismo, las abejas volvían a colonizar la parte de la casona que presumo creían el mejor lugar para fabricar su delicioso panal.
Cuando por alguna razón el enjambre se revolcaba o cuando enloquecidas por el instinto reproductor iniciaban su vuelo nupcial, era una odisea pasar por el frente de la casa. Las abejas se adueñaban de la calle y revoloteaban por la plaza. Fueron muchos los que, por atrevimiento o por inadvertencia al pasar por esos predios, recibieron la himenóptera ponzoña de las prolíficas productoras de miel de doña Ketty.
Varias veces al día la madre naturaleza imponía su sabio equilibrio. Una bandada de diestros pitirres se daba un banquete de abejas. Lanzaban al aire su cántico y descendían en picada y con maestría inigualable capturaban las abejas en vuelo y una vez engullida la presa, volvían a entonar su triunfal cántico. Iban y venían en oleadas, como los aviones cazas atacando un objetivo militar. Era un espectáculo de acrobacia que deleitaba a los embelesados observadores.
Por las noches las abejas, atraídas por el calor de las bombillas incandescentes, visitaban las casas vecinas. Era una visita no deseada y una inconveniencia para sus moradores. Para deshacerse de ellas guindaban de las bombillas un papel untado con pega donde quedaban atrapadas.
© Edelmiro J. Rodríguez Sosa, 14/sept./2009

