LA NOCHE LOS SORPRENDIÓ levantando casetas en la espera de unos aguaceros que nunca llegaron. Atrás quedó todo cuanto ellos creyeron poseer, la única verdad que reconocían sus ojos, hasta que la Autoridad de Tierras y Desarrollo Industrial se empeñó en demostrarles lo contrario.
De nada valieron los razonamientos ni las súplicas.
—Negarle paso al progreso ―les dijo el abogado de la Autoridad― es conspirar en contra de la buena voluntad de nuestro gobierno.
El licenciado les entregó una orden de desalojo y unos papeles que, según él, los hacía dueños de unos terrenos en La Cordillera, que es tierra hombruna.
—Todo eso —les dijo, señalando al monte inhóspito, enmarañado y sordo—, hasta poco más acá del río, les pertenece. Aseguren bien esos papeles, no vaya a ser que algún inescrupuloso intente, en el futuro, quitarles lo que no les dio.
Ellos nada dijeron y en la mañana siguiente comenzaron las labores de desmonte. No pararon de trabajar hasta hacer un claro en lo alto del cerro donde construyeron un caserío, una capilla, un campanario y acondicionaron un predio que destinaron para enterrar a sus muertos.
Allá abajo, en el litoral, hubo un florecimiento económico que fue menguando con el paso de los años debido, en parte, a las protestas de los lugareños porque los desperdicios químicos de la compañía deshidrataron el terreno hasta hacerlo inservible para la faena agrícola…
fCon el tiempo, también, los obreros se organizaron en sindicatos para buscar mejores condiciones de trabajo y exigir incrementos salariales y más horas de asueto. Eso, y los alegados altos costos arancelarios, fueron creando las condiciones que un día hizo crisis con el repentino anuncio de que la petroquímica, desencantada con el giro que estaba tomando la política insular, había decidido mudar sus operaciones a Centro América, donde todo les era más favorable.
Al irse quedaron los edificios de hormigón reforzado, las carreteras pavimentadas, las enormes torres que por años no cesaron de emitir unos gases cuyo hedor se quedó impregnado en el ambiente como un maleficio, y el atracadero infernal donde no volvió a florecer la fauna marina.
La noticia la trajo a Los Algodones una anciana que regresó con el cadáver de su único hijo muerto a causa de un extraño padecimiento pulmonar.
—Se fueron los americanos y nosotros tenemos la tierra. Nuestra tierra ―casi gritó de rabia, mientras caminaba en dirección al cementerio, halando la soga de la bestia que cargaba su sueño hecho pedazos.
Todos la siguieron enmudecidos.
© Josué Santiago de la Cruz
A 11 de mayo de 2006
*Tala: En Puerto Rico denominamos Tala al predio de terreno abierto, deforestado, que se usa para la siembra, mayormente de subsistencia.

