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Noche de corrida de jueyes / Edelmiro J. Rodríguez Sosa

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Era noche de corrida de jueyes.[1] Mayo, el mes de las flores, estaba llegando a su fin. Por la mañana cayó un buen aguacero y todo el día hizo sol. Señal de que por la noche muchos jueyes saldrían de sus cuevas .

La historia que les cuento sucedió una de esas noches maravillosas llena de estrellas. Noche de corrida de jueyes y de compartir entre amigos pescadores de este sabroso crustáceo.

A eso de las tres de la tarde comenzamos a preparar los mechones en el Patio Ortiz, en la casa de Mingo y María.  A la botella le echábamos gas kerosene y un poco de sal para que no explotara el combustible al encender la mecha de tela de algodón.  Desconocíamos que estábamos preparando lo que en otros lugares llaman un coctel Molotov y lo usan para otros propósitos.

Pancho, Ariel, Abraham, Pito y su hermano Pascasio, Edwin, el nieto de Tomás el barbero, y yo estábamos listos para salir pa’ Las Mareas.  Ese día Pancho, el mayor de todos, llevaba el ron pá calentarnos en la fría noche.  Cada uno llevaba al menos un saco de yute con la esperanza de llenarlo de jueyes.  Pascasio, el menor de los jueyeros,  lleva un saco pequeño.  Era la primera vez que salía a pescar jueyes. Su hermano Pito llevaba uno grande.

Partimos pa’ Las Mareas a eso de las seis de la tarde. El recorrido lo hicimos a pie como era la costumbre. No había dinero para pagar transportación. Llegamos una hora después y nos acomodamos a la vera de la carretera esperando que fueran las ocho de la noche para salir a pescar.

Éramos presa de los mosquitos que salen en enjambres al ponerse el sol y se esconden una hora después.  Tratábamos de espantarlos usando las manos como alas que revoloteaban en el aire y con el humo de cigarrillos,  pero todo era inútil. No nos quedaba más remedio que sufrir sus picadas estoicamente.  Los alados anófeles atacaban en hordas salvajes.

A las ocho de la noche caminamos hacia el pastito quemado donde seguramente habrían jueyes por montones.  Al llegar estaban a puerta de cueva y había que lanzarse sobre ellos tapándole la entrada de la guarida para poder atraparlos. Pascasio trató de coger uno con la mala suerte que lo mordió en un dedo.  Se sacó un grito que se oyó en el pueblo y los jueyes corrieron asustados a guarecerse en sus cuevas.  Ahí terminó su pesca por esa noche.

Pancho divisó un juey grande palancú parado sobre un tronco y se lanzó sobre él.  Por mala suerte el tronco cruzaba un hoyo que algún vecino había abierto para construir una letrina. Pancho cayó en el hoyo. Solo se veía su gorra de ala corta flotando en el agua.  Logró sacar la cabeza y gritó a todo pulmón: – sáquenme de aquí.-  Todos acudimos en su auxilio.  Más tarde en la noche, cuando le pedimos un poco de ron para calentarnos alegó que se le había perdido la caneca en el hoyo de la letrina.  El tufo que tenía demostraba lo contrario.

Entrada la noche el pasto se iba llenando de luces amarillas parpadeantes semejando cientos de Jachos Centenos.[2] Los jueyeros venían de Salinas y sus barrios, de Cayey, Aibonito y Guayama.

Ya a las once de la noche los jueyes habían abandonado sus cuevas y empezaba la corrida en grande.  Miles de jueyes paseaban recelosamente por el pastito quemado en busca de comida y de consorte para preservar la especie. Las jueyas se quedaban dormidas plácidamente sobre el agua, quizás refrescándose luego de pasar todo un día metidas en la cueva o tal vez, ese era el envite coqueto al juey macho para aparearse. Cosas de mujeres.

Ariel, que era un jueyero avezado,  y yo, que siempre lo acompañaba, nos separamos del grupo acercándonos a los mangles costeros. Como llovió por la mañana y el suelo era de poco drenaje, cosa que conocía Ariel,  los mangles estaban anegados y los jueyes trepaban por las raíces aéreas y los troncos.  Así que nos acercábamos a las raíces y a los troncos, las meneábamos y salían de cada mangle por lo menos diez jueyes.  Esa noche llenamos los sacos en menos de lo que canta un gallo.  Terminada la faena nos dispusimos a encontrarnos con nuestros amigos. Al vernos, los amigos se asombraron.  Ellos solo tenían medio saco.

Pascasio a penas tenía cinco jueyes en su saquito que habían cogido para él los muchachos. Ariel y yo se lo llenamos, pero el saquito no resistió y se rompió escapándosele todos los jueyes. Pascasio quedó desconsolado.  Abraham le prestó un saco y todos se lo llenamos.

Al final de la jornada todos teníamos los sacos llenos.  Ahora el problema era cargarlos hasta el pueblo.  Con los sacos en las espaldas iniciamos el camino de regreso. De pronto Edwin salió gritando, un juey le había mordido la espalda. Los demás, acostumbrados a esas picadas ya ni caso le hacíamos.

Con la luz del alba llegamos a la carretera al pie de La Jagua. Extenuados por la carga decidimos esperar la guagua[3] de Viña. Estábamos mojados y con los zapatos llenos de fango.  Viña, un hombre simpático, bonachón y amigo de todos, estaba preparado. Sabía que era temporada de jueyes y había colocado al lado de su asiento de chofer una pequeña jaula.

A los lejos divisamos la guagua.  No hubo necesidad de hacerle señales para que se detuviera él ya estaba pensando en el salmorejo de jueyes[4] que se comería. Se detuvo y nos aprestamos a subir, pero con la advertencia de que sacudiéramos el fango de los zapatos antes.  Al entrar, cada jueyero ponía tres jueyes en la jaula de Viña, esa era la tarifa para llegar al pueblo.

Al llegar al pueblo y bajarnos de la guagua entonamos nuestro grito de triunfo: llegaron los jueyeros, ya… ya…  Aquellos sacos repletos de jueyes nos convertía en envidiados pescadores poseedores de una exquisita riqueza culinaria.

Ahora nos tocaba echar los jueyes en nuestras respectivas jaulas y engordarlos. El maíz era el alimento favorito.  Los engordaba relativamente rápido y los ponía amarillitos por dentro.

Algunos jueyes los vendíamos a un dólar la docena y el resto los usábamos para consumo propio. Los hervíamos en agua con sal y  lo acompañábamos con guineos[5] verdes, yautías hervidas y una salsa confeccionada con ajo, salsa de tomate y aceite de oliva que llamábamos ajilimójili. Nos reuníamos todos y hacíamos un banquete.

Las noches de corridas de jueyes, con todas sus peripecias y anécdotas antes y después de la corrida, quedaron grabadas en mi mente como un agradable e indeleble recuerdo juvenil de mis vivencias en la comarca del Cacique Abey.

©Edelmiro J. Rodríguez Sosa

11 de noviembre de 2009


[1] Juey: Cangrejo que vive en cuevas escarbadas por él cerca de las costas.

[2] Ver Leyenda del Jacho Centeno en Encuentro al Sur.

[3] Autobús o bus, en el Caribe.

[4] Carne de jueyes en una salsa especial.

[5] Bananos, llamados guineos en Puerto Rico porque vinieron con los esclavos de la Guinea africana.

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