La simple tarea de levantarse en las mañanas le costaba trabajo. Al despertar permanece sentada en la cama con los pies colgados hasta que se restablece el balance en su cuerpo. Si por alguna razón, se tira de la cama como solía hacerlo cuando era más joven, se desorienta y sus extremidades no responden. Zigzagueante, su cuerpo no sabe adónde va ni de dónde viene y siente la inutilidad de su vida.
Acostumbrada a otro estilo de vida, este lento ritual le era fastidioso. Era una mujer que actuaba de inmediato ante situaciones inesperadas y adversas. Eran otros tiempos… La vejez ha llegado un tanto imprevista, demasiado pronto. ¡Qué difícil se le hace lo habitual!
Dando tumbos, sale a la calle en busca de lo necesario para sobrevivir: “Un día a la vez”, repite una y otra vez con voz quejumbrosa en un tono cada vez más alto y mucho más desafiante como para no olvidarlo:” Un día a la vez”. Avanza a paso de tortuga por las calles llenas de inmundicia. Sus pies amortiguados por el tiempo y en sus manos arrugadas, los pocos encargos que podía llevar.
Cabizbaja, triste y abatida recordó a su hijo, su único hijo. Aquel que tuvo pegado a su pecho cuando despertaba en las noches llorando. El mismo que le causó desvelos y preocupación. A quien le dio todo cuanto poseía. Su razón de vivir.
– ¡Cuánto luchó para asegurarse de que tuviera lo que ella no tuvo!
– ¡Tanto tiempo sin saber de él!
En su pecho apretado palpitó el dolor y las lágrimas amenazaron con asomarse a sus ojos ante el recuerdo.
En otra parte de la ciudad entre magnates importantes se encontraba Miguel, aquel hijo. Entre manjares y platos suculentos reía arrogante haciendo alarde de sus grandes logros. ¡El Alto ejecutivo del Banco de las Naciones Unidas!
©María del C. Guzmán

