Hace unos días atrás, mientras transitaba mi cotidiano camino de San Juan a Salinas, escuchaba un coloquio entre poetas y escritores, donde el invitado especial era el argentino Jorge Luis Borges. Los otros poetas procedían de México, Venezuela y si mal no recuerdo, de España. Una de las preguntas que intentaron abordar era sobre el oficio de escribir. ¿Para qué escribir? La pregunta levantó los ánimos y revolcó los pensamientos de cada sujeto allí presente. El venezolano, Adrián González León, muy convincente decía que el escritor latinoamericano debía dejar a un lado su experiencia íntima y adentrarse a los problemas colectivos del continente latinoamericano, y que, como escritor, debe participar de la vida y la historia de la Latinoamérica que ha sido profundamente humillada. Por su parte el escritor mexicano Juan José Arreola, expresaba que se escribe para saber quiénes somos, para conocerse a uno mismo; que la literatura debe formar parte del ser y debe promover transformación en las personas. Por la misma línea, Borges expresaba que escribía motivado por una necesidad íntima y para conocerse a sí mismo. Mientras que Salvador Elizondo, expresó que el fin de la poesía es la poesía misma. Acá tenemos el eterno dilema de: el Arte por el Arte vs el Arte comprometido con causas externas.

Bien, comienzo exponiendo esta disyuntiva porque me parece, según mi lectura, que el libro “Los que mecieron mi cuna” la resuelve muy bien. Tal parece que Lucía no tiene ese dilema, pues conforme uno va transitando el texto a través de la lectura, va encontrando distintas escrituras: las hay nostálgicas del barrio originario, hay escrituras que buscan atisbar el yo de la voz literaria que nos susurra dentro del pensamiento, hay escrituras combativas y rebeldes que gritan las injusticias, el coloniaje, la historia oculta, el deseo de libertad, hay escrituras de coraje y de indignación, hay escrituras de mujer, de niña, de juegos. Y, hay escrituras que navegan el mundo de la poesía, así sin más, dándonos una experiencia lectora de creación, de la puesta en palabras de lo que es el Ser, de sonidos afables, de liviana existencia, de pesadas preguntas, donde la poesía interroga a quien escribe, a quien lee y se interroga a sí misma. Porque como nos dice la autora en Secta de Mí: “¡Eres hecho de preguntas! ¡Eres salvo en la poesía!”.

La Lucía que yo leo a través de este texto, escribe para crear nuevos caminos, pero para retomar los ya trazados. Escribe desde la intimidad de su casa, desde la intimidad que emana del regazo de su madre, de la voz de su padre y el amor de un hombre. Escribe desde de la intimidad compartida entre las montañas de su barrio, de la intimidad que implica su experiencia salinense, desde la intimidad que gestó en ella una conciencia política e histórica que la mueve a salirse de su yo, para alzar la voz por la tierra herida y esclava, por la mujer bruja, la mujer caudilla, la mujer gestora de la Patria misma. Alzar la voz y ser eco de Albizu, de Lolita, de Oscar, de Rafael y todos los Héroes y Heroínas que han luchado por la libertad y dignidad de nuestro país. Pero también, escribe para darle voz al pueblo, a su gente, a los personajes del barrio. Y precisamente por eso es poeta. Porque encuentra en su familia y en su barrio, en el mundo y la naturaleza, en los juegos y en los héroes, pero también en la cotidianidad de los días, el ímpetu puro que le abre las puertas a la poesía. Y hablo de la poesía, porque el libro completo está revestido de ella. Recordemos que la poesía trasciende formas y géneros literarios, tal cual podemos leer en el poema ¿Eso crees?, referente a la poesía: “¿Crees que vive en el papel?”. El libro está compuesto de poemas y prosa, y en ambos la poesía se revuelca.

Entonces, habiendo dicho lo anterior, que da una descripción general del libro, quisiera detenerme en un asunto específico:

Los que mecieron mi cuna figura como un espejo en distintos niveles. Aquí las palabras se la pasan “rodeando abismos de espejos” tal cual se desprende del poema El tener. Y los versos se miran: “Agarré mi verso, lo miré al espejo” y luego ese mismo verso pregunta “¿Y tú de qué te escondes, si yo soy tu retrato?”. Hay un juego con el reflejo: se refleja el yo literario, la poesía se refleja en sí misma, hay un país que pudiera ver su reflejo en los versos de resistencia, lucha y gritos. El puertorriqueño tiene la posibilidad de verse reflejado, no solo para ver lo que ya sabe y lo que tiene, sino para dar cuenta de aquello que aún no ha podido divisar y entonces enfrentado a sí mismo, la palabra podrá mover y quizás transformar algo. Esto es, mirarse a través de la lectura y habiéndose reflejado, hacer algo con eso. Por ejemplo, en el poema Selfie  podemos leer:

“Mira el rostro que por décadas ha sido fusilado con mentiras. Fíjate en el fulgor de tus

ojos para ver si al fin encuentras lo que hoy nos hace falta: el valor y el sacrificio”.

Y bien, hay un espejo que a veces es color verde, otras, cristalino como agua de río o de mar, pero otras veces es azul o negro dependiendo del cielo. El poema Salinas surge como un espejo para el lector salinense. Es un recorrido geográfico, gastronómico, histórico, musical y religioso de nuestro pueblo. Un retrato de su gente, de los barrios, sus aguas saladas y sus aguas dulces, de los valles y montañas. Un canto a Salinas, donde cualquier compueblano podrá reconocerse en algún momento del poema.

Y, dentro de ese gran espejo del mar caribe, hay un reflejo que hoy quiero destacar: el del barrio nostálgico, el barrio del ritmo, de los rezos, de montañas y caminos. Barrio que tiene espejos de luna (y esto me hace recordar una cita de un fragmento persa que en una ocasión dicta Borges: “La luna es el espejo del tiempo”) Y es que este barrio, espacio mágico y literario, “todo lo ha visto en sus espejos de luna, pues su añeja sabiduría como el pitorro más fuerte se ha eternizado en refranes que son rumores de río”.

Lucía nos ha cantado como barrio y digo nos, porque yo soy de allí, del barrio La Plena. Hemos sido dichos por una poeta que, con su acto de escribir, nos ha puesto a dialogar con tantos espacios literarios que forman parte del caudal de obras escritas en la literatura universal. Tal cual Gabriel García Márquez hizo con su Aracataca colombiana, escribiéndola, transformándola, re-creándola, mistificándola y eternizándola en el Macondo de Cien Años de Soledad, Lucía lo ha hecho con su barrio. Que más allá de describir su entorno, su olor, sus espacios y caminos, le dio voz y eternidad a su gente: “En nuestro barrio La Plena, todos somos personajes. Habitamos en un manuscrito escondido entre serranías y por eso, no nos reconocemos entre sí; pensamos que somos seres de carne y hueso, siendo protagonistas fugaces en una narración de generaciones infinitas”. Pero, es importante no perder de perspectiva, que La Plena así, escrita, es Macondo, es Aracataca, es el Coco, las Ochentas, es cualquier barrio de Puerto Rico, es cualquier barrio de República Dominicana, de Cuba, de Brasil, de Francia, porque la literatura la ha hecho universal y cada persona podrá identificar a su Genaro, a su Camilo, su mama Lulú o su Panchita, que son algunos de los personajes que Lucía eterniza con sus palabras. No habrá que ser oriundo de allí, para sentirse convocado a ese espacio que cada lector transformará según sus experiencias y sus vivencias, pues parafraseando a Lucía, nuestro barrio en este libro, deviene en “una historia legendaria que siempre nos hará recordar de dónde somos y a qué libro pertenecemos” y esto le cae no solo a los pleneros, sino a toda la humanidad.

Judymar Colón Díaz, 15 noviembre 2019.

La autora, es escritora a la que le gusta tocar guitarra, cantar y vivir la poesía.  Hizo sus estudios subgraduados en psicología en la Universidad de Palermo, Argentina y en la UPR de Cayey. Cursa un doctorado en psicología clínica del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico y posee una maestría en literatura del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.