Las opiniones estaban divididas. Unos creían que la pegada descomunal del “Chapo” era demasiado para el “Macho”, mientras que otros, la mayor parte de ellos residentes en la Gran Manzana, eran de opinión que la astucia y velocidad del nuyorican era un muro imposible de derribar para el “Chapo”.
Aquella noche en el Madison Square Garden en Manhattan, ambos hicieron galas de lo mejor de sus repertorios boxeriles: el “Macho” atacando en ráfagas, burlando la artillería pesada de su más peligroso adversario y el “Chapo”, cuando Camacho se lo permitía, metiéndole sus manos duras a la zona hepática y a la mandíbula, con intenciones de virarlo patas-arriba en el ensogado.
Cuando sonó la campana que puso fin al intenso combate, un signo enorme de interrogación gravitaba sobre el “ring”.
Los seguidores del “Macho” gritaban: “¡Macho!… ¡Macho!… ¡Macho!…” y los del “Chapo”, igual gritaban: “¡Chapo!… ¡Chapo!… ¡Chapo!…”
Los soberanos jueces vieron ganar, de manera muy apretada, al “Macho”, que no pareció muy convencido de lo que se transmitía por los micrófonos.
No se formo allí la de San Quintín porque ambos eran, para suerte del boxeo y los presentes, puertorriqueños.
Aquella decisión llevó al “Chapo” a odiar, todavía más, al pintoresco “Macho” de Nueva York y a cada lugar público al que era invitado, en las entrevista que concedía, en sus apariciones de radio y televisión, sin que se le preguntara al respecto, se lamentaba de haber sido víctima de un robo en Manhattan.
Una tarde el “Macho” viajó a la Isla para encarar a sus detractores y en “Prime time”, de cuerpo completo y a todo color, le envió el siguiente mensaje al “Chapo”:
“Culéate, Rosario, culéate”.
©Josué Santiago de la Cruz

