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Tiempo fatuo / Josué Santiago de la Cruz

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La vida en el poblado transcurría sin premura, entre cafetines, jugadas de azar clandestinas, peleítas mongas entre aficionados al politiquismo partidista y una que otra escapada a Borinquen en busca de un santiguo.

Su incandescente sol doraba las espigas de la caña y el pitirre, sobrevolando la grácil topografía lugareña, miraba desde la altura sus calles pobladas de buitres.

En la playa, donde “los cocoteros esbeltos y las palmas orgullosas se mecen al soplo enamorado del céfiro cantador” el pescador lanza el chinchorro que regresa de las aguas vacío.

No lejos de allí, en el centro poblacional, un hombre camina con las manos entrelazadas a sus espaldas. Llega a la plaza. Levanta la cabeza y dirige su mirada a la Iglesia. Hace la señal de la Cruz y luego reanudar la marcha.

“¡Pan!”, la voz del jíbaro quebró el silencio mañanero y él lo mira.

“¡Tierra!”, gritó la muchedumbre, sacudiéndose el marasmo de siglos, y la observa.

¡Libertad!”, llegó por los altavoces la voz de un hombre montado en tribuna y fue, entonces, cuando comprendió que ya era tiempo de dormir la siesta.
 
 
© Josué Santiago de la Cruz

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