El pobre hombre ya dejó de toser; solamente una respiración como de sapos tristes desgarra lastimosamente el aire.
Aureliano nunca ha visto morir a un hombre y desde sus ocho años, llevará para siempre la imagen de su padre boqueando como un pescado recién sacado del río. Los labios morados, las orejas pálidas, las costillas hundidas.
Luego, la noche cae como un golpe seco en la boca de un estómago vacío.
Su madre llora, sus hermanas lloran. Él no puede llorar. En secreto había deseado que su padre ya no sufriera más. La culpa pulveriza su tristeza.
El pequeño Aureliano no sabe que su madre y sus hermanas lloran tristes y amargamente, no por el padre que ya dejó de sufrir, sino por él, que muy pronto lo reemplazará en los socavones*.
©David Arce
*socavones: cuevas que excavan los mineros