Rafael era el cuarto bate del equipo de Sabana Llana y campeón del lanzamiento de pesa de la Escuela Superior. Parecía un acorazado en miniatura, huraño, reconcentrado. Recio. No era un dechado de virtudes en el terreno de juego. Pero conectaba unos batazos descomunales.
Jugaba center field y cuando alguien la metía por su terreno, los hits se convertían en dobles y mucho más. Era tan lento que cuando bateaba de cuadrangular a los caballeros les daba tiempo de cambiarles el agua a los pajaritos y a las damas de ajustarse las bragas y el colorete.
Se rumoraba, entonces, que una vez le dio tan duro a la bola que ésta se desintegró en pleno vuelo, a pocos pasos del home plate. Aquello provocó una confusión apoteósica entre los umpires, que no lograban ponerse de acuerdo en cómo cantar la jugada. Unos sostenía que era un cuadrangular por el hecho de que la esférica no aparecía por ninguna parte y otros alegaban que debía ser tenida como out ya que las partes, el pellejo de la bola y sus tripas, estaban desparramadas entre la lomita de los suspiros y el cajón de bateo.
Como no pudieron alcanzar consenso anularon el juego y a Rafael lo cargaron en hombros hasta la casa de una novia que tenía en Lima.
El padre de su amor, era, por mucho, el fanático número uno de Rafael. Cuando acudía a los parques, para verlo jugar, su voz ahogaba el griterío:
« ¡Dale Rafita!»
« ¡Bótala Rafita!»
« ¡Métela pa donde mean las vacas, Rafita!»
« ¡Rafita…! ¡Rafita…! ¡Rafita…!»
Aunque se llevaba bien con el suegro, le disgustaba el diminutivo que no se ajustaba a su personalidad. Pero nunca se lo comunicó así, para no ofenderlo. Era un joven bien criado, Rafael.
Aconteció, entonces, que un domingo, después de haber estado dos semanas fuera del barrio por razones que no recuerdo, llegó en horas de la mañana y su hermano Cookie, que era lanzador del mismo equipo, le dijo:
—Hoy tenemos juego.
Después de comer algo ligero se fue a ver la novia y de allá bajó tarde.
Cuando hizo su entrada al terreno de juego la voz del suegro copó todo el parque:
— ¡Ese es mi Rafita!
Camino al bosque central, el eco llegó, hiriente, hasta sus oídos:
— ¡Rafita…!
Cuando termine el juego, pensó, se lo voy a decir: Deje de llamarme Rafita, de verdad, suegro, no me gusta, me hace sentir estúpido, ya mis amigos, como saben que me desagrada, comienzan a llamarme así, por favor…
En eso pensaba cuando oyó el alerta:
— ¡Cógela Rafita, cógela…!
Buscó la bola en el cielo y cuando la vio, corrió en dirección a las amapolas, toreándola. Ahora todos en el parque gritaban al unísono:
— ¡Cógela, Rafita….!
Se tiró de cabeza, como solía hacer en situaciones análogas, cuando la voz del suegro, ante el silencio de los espectadores, llegó hasta la muralla de cemento que Mr. Ledée y sus estudiantes habían construido a pocas pulgadas de los arbustos:
— ¡Así no, Rafita, así no!
A partir de entonces, Rafael no jugó más pelota y se buscó una novia de San Felipe, huérfana de padre.
© Josué Santiago de la Cruz
Amigo Pepe, viniendo de un fino esgrimista de las letras como lo es usted y nuestra amiga Gloria, son sus palabras una motivación para continuar esta travesía que a algún lugar ha de llevarnos porque la palabra es buque que navega y se transforma en este océano sin costas del asombro.
Gracias amigos Pepe y Gloria (Necesito sus direcciones postales para enviarles mi libro y mi primer trabajo antológico)
Hasta un futbolero (fútbol de ese que vosotros llamáis soccer) ha sido capaz de sentir ese juego del bate y el diamante como propio.
Ya ni me sorprendo de que hable Josué y se me queden las quijadas abiertas, así, como embobao, alelao como cuando mi hija ve en la tele a los Jonas Brothers.
Maestro, es usted un narrador de estirpe y sangre.
Nada nuevo descubro a nadie, pero es abradable redescubrirle a usted con la sangre lozana y viva, y con el ímpetu de un quinceañero.
Gracias, amigo, por este rato agradable.
Un abrazo.
Pepe Quesada.
¡Dios Josué! Me has tenido pendiente del diminutivo y sus consecuencias hasta la última línea. El alma humana suele tener laberintos oscuros y mucho más oscuros cuando la “bronca” como decimos en Buenos Aires se te pega como chicle al pensamiento.
Hay que tener cuidado de las palabras descalificadoras cuando uno nombra a alguien, el desprecio engendra odio y el odio finales no felices.
Te admiro por tu paseo literario tan bien llevado.
Cariños.
Gloria