por María del Carmen Guzmán

Se celebraba una fiesta de cumpleaños. Allí estaban los residentes de la Calle Virtud, sus familiares, amigos y vecinos.

Era su primera visita a aquel hogar. Le había invitado un amigo quien le pidió ayuda en el proceso de asar el cerdo para la cena. Llevaba desde las cuatro de la madrugada frente a la hoguera y junto a su amigo alternaban dando vueltas a la vara. Bebían, charlaban y escuchaban al gran “Maelo, el incomprendido,” cuya música llenaba de salsa todo el entorno.

Ella se tomó un descanso de la cocina donde había estado toda la mañana, preparando el arroz con gandules del país, los pasteles y el postre que  acompañarían al lechón en la cena especial para la celebración.

Vino a sentarse junto a ellos un rato. Despedía un olor a canela, clavos, anís y azúcar morena que llenó los sentidos de todos los presentes, quienes respiraron profundo, como para retener la dulzura.

Sus ojos se encontraron por primera vez y no quisieron o no pudieron, apartarse.

De repente se escuchó un estallido, seguido de un rayo de luz que liberó una corriente eléctrica,  cuyas chispas de fuego de todos colores inundaron el lugar encendiendo aún más la hoguera.

¡Fuego, fuego! Gritaban los residentes de la calle Virtud, sus familiares y vecinos.

¡Demasiado tarde!

El fuego arropó las viviendas, se elevó de manera sobrenatural por encima de todo lo humano.

Dos almas se tomaron de la mano y volaron hacia las nubes.

 

©María del Carmen Guzmán