El régimen más pernicioso “no es el que da macanazos, sino el que reprime los recuerdos. Y para agarrotar los recuerdos no hay método más eficaz que destruir los objetos que provocan espontáneamente memorias”.
Nada parece más extraño que juntar en un mismo pensamiento una princesa y unos calabozos. En la literatura fantástica tenemos muchos ejemplos de princesas encerradas en torres de castillos, en cuevas y mansiones, pero rara vez nos encontramos con princesas que posean calabozos.
Alguien debería de escribir una buena novela sobre la princesa del Viejo San Juan. Me refiero a la antigua cárcel La Princesa, hoy cede de la oficina de Turismo de Puerto Rico. La visité con mi hermana el 8 de septiembre de 2023.
Lo cierto es que desde niño quise conocer la cárcel La Princesa por dentro. No como preso, más bien como persona libre. Mi padre, quien era militar, me llevaba en la década de los sesenta a la calle Tetuán el día de cobro de las tropas destacadas en el Fuerte Brooke. Esta se llenaba de soldados con rifles y ametralladoras, que protegían el depósito de dinero en el edificio en que hoy está el Banco Popular. Apenas podíamos ver todo el procedimiento desde lejos, hasta que, finalizado el depósito en las arcas del banco, la soldadesca entraba a recibir su salario enefectivo.
Travieso al fin, a veces me le escapaba a mi padre y me iba cerca de la muralla alta de la cárcel La Princesa, situándome en una de las aperturas con barras de hierro. Abajo podía ver a los presos. Me llamaba la atención lo relajado que se veían, a pesar de estar privados de moverse fuera del patio exterior de la prisión. Por supuesto, no podía escuchar lo que decían allá abajo, pero me parecía que estaban siempre envueltos en conversaciones animadas.
La Policía no dejaba que uno se acercara mucho al borde de la muralla. Habría resultado fácil caer a lo que sin duda era una muerte segura. Pero, además del tema de evitar las caídas, estaba el de las esposas y mujeres traviesas que se acercaban a la muralla alta, según mi hermana, para levantarse las blusas y mostrarles los senos a los presos.
Confieso que mi visita a la antigua cárcel La Princesa el pasado 8 de septiembre tuvo mucho de decepción. No hay un edificio más higienizado y falto de vida en Puerto Rico. Parece una tumba elegante. Por fuera está meticulosamente pintando y desprovisto de grafiti o comentarios irreverentes como los que abundan en el casco de Río Piedras. Alguien, por misericordia, debería hacerle el favor a este edificio y pintarlo de colores, aunque fuera con crayolas. No sé, convocar a niños y niñas para que lo pintoreteen.
El día que fui a La Princesa no había ni guardias vigilando lo que, en cualquier otra parte del mundo, sería un lugar histórico de mucho valor. Turistas, lo que se dice turistas, no vi ni uno frente al recinto. Por dentro la insulsez era peor, más opresiva. Una recepcionista boricua de poco sonreír y aspecto de Guaynabo nos dio una mirada poco amistosa. Si queríamos dar un «tour» teníamos que esperar por un guía.
La guía, una joven boricua mulata, resultó muy animada y servicial. Nos llevó casi enseguida al patio posterior de la antigua cárcel. Se trata del patio exterior al edificio, pero que todavía es interior a la facilidad; pues hay un patio «interior» que, en realidad no es patio, sino un largo pasillo sin ventanas ni nada que lo defina como patio, excepto haber sido designado como patio distinto al exterior.
–¿Qué presos famosos estuvieron en esta prisión?, preguntamos.
– Albizu Campos, respondió sin titubear la joven.
– ¿Cuál era su celda?, siguió mi hermana,
– La segunda ventana del segundo piso a partir del balcón. Estaba preso en el segundo piso. Pero esa celda es hoy una oficina administrativa. La señaló con el dedo. No es accesible al público.
Pensé de inmediato en una comunicación que había tenido con Marta Aponte hace poco. La policía más perniciosa de Puerto Rico, concluimos en nuestro intercambio, no es la que da macanazos, sino la que reprime los recuerdos. Y para agarrotar los recuerdos no hay método más eficaz que destruir los objetos que provocan espontáneamente memorias.
Mi mente se quedó frizada. Traté de imaginar un funcionario PNP de turismo, en un edificio sin turistas, en un país que no controla su turismo, en una oficina que fue la celda de don Pedro, escribiendo un memorándum que no habría de tener impacto alguno sobre el turismo. El calor de la tarde me había llevado casi al agotamiento físico. Pero lo peor era la imagen de la celda de don Pedro transformada en oficina de un burócrata sin poder alguno. ¿Qué derecho tienen a destruir un lugar de tanta significación histórica? La celda de Mandela, en la prisión de Robben Island, está intacta.
Después de esta visita, comprendo mejor los antiguos presos de La Princesa. Es imposible caminar en el patio exterior de la vieja cárcel, sin sentir el resplandor de nuestro cielo azul. Al levantar la mirada se siente uno espiritualmente emancipado. Estaba, gracias a la gentileza de la joven guía, en uno de los pocos lugares de Puerto Rico en que todavía se puede mirar al cielo sin distracciones. Pasa en este lugar como cuando uno crea una visión telescópica con la mano medio cerrada para concentrar la vista. El objeto se ve con más intensidad. Además, allí adentro, en el patio exterior de la cárcel, valga la locura, no se oye el bullicio de la calle ni hay anuncios ofensivos ni, gracias a Dios, turistas. Se puede conversar.
Pensé en lo que habría significado para los presos levantarse por la mañana anhelando mirar un cielo azul adornado, si tenían suerte, con pechos femeninos acariciados por la brisa de la bahía de San Juan. De pronto noté una pared del patio exterior que no está retocada. Las piedras y ladrillos que la componen están en el estado original. En uno de los lados, hay un pasillito estrecho que conduce a otra parte del patio exterior. Resulta incómodo pasar por él.
Efectivamente, allí está todavía en su estado original el diseño perverso de la prisión, un pedazo de patio exterior que no es visible desde la muralla arriba ni desde el resto del patio principal. Nada que ocurra aquí puede verse ni escucharse en ningún lugar. Es un lugar diseñado a perfección para esconder los horrores del sistema carcelario.
Allí están los tres calabozos de la Princesa; sí los de ella, ¿por qué princesa honrada, de cuento fantástico, no se rebelaría con que le dediquen un lugar de tanta tortura? Tan morbosa fue la mente que creó estos calabozos, que no dejó fuera crear un pedazo de patio exterior en el área de los calabozos. Es un lugar escondido en que apenas puede verse el cielo. Nada que pase o se diga allí es advertido en el resto del recinto. Allí está la soledad absoluta de la vida en prisión. La única conversación que se escucha es el arrullo de las palomas.
Los calabozos de la princesa están como él último día en que encerraron a alguien. Hay uno que tiene una bombilla que parpadea y apenas alumbra. La prendí y la apagué. Huele, como los otros, a mazmorra. El único rastro notable de las personas que los habitaron en el pasado son garabatos, rasgones y dibujos en las paredes. Algunos reflejan la huella del tiempo, pero no todos deben ser originales, pues esta área de La Princesa está descuidada. La luz entra a los calabozos por ventanas altas que dan al patiecito exterior del área de los calabozos. Me impresionó el grosor de las rejas y las puertas de hierro. Parecen diseñadas para encerrar animales gigantes. Pueden aún cerrarse y abrirse. No hay ser humano ni monstruo fantástico capaz de doblegar las cerraduras, que todavía están intactas.
Tengo que volver a La Princesa. Quiero ir con más calma, leer los mensajes en las paredes de los calabozos, insistir en ver la celda de don Pedro. Hay demasiada historia en ese lugar. Aquí, en este recinto de terror y soledad, metieron a Albizu Campos. Sí, en el segundo piso, en lo que hoy es una oficina que no puede verse y que está ocupada por un funcionario PNP escribiendo garabatos.
©© Rafael Rodríguez Cruz