A don Ramón, el piragüero de Godreau
Hacía siete años que Conchita vivía sola con Robertito, su único hijo, que nació sin padre.
Una noche salió de La Guaguita, algo atolondrada por los tragos y el humo de cigarros, a los que no estaba acostumbrada, y al pasar por uno de los muchos callejones que abundaban entonces en Salinas, sintió que le tapaban la boca. Quiso gritar. Pero el espanto y la falta de oxígeno minaron sus fuerzas.
Ni por la mente le pasó denunciar el incidente y guardó un silencio que juró llevar a la tumba.
Aquello le abrió heridas profundas que nunca cicatrizaron de un todo. Por eso, descuidó adrede su apariencia física y le puso un cerrojo a sus más íntimas emociones para dedicarse por entero a la crianza de aquel hijo que la mala fortuna le sembró en el vientre.
Robertito se convirtió en la razón única de su existir. Pero un día el Circo llegó al pueblo, con su despliegue de colores, con sus tramoyas, sus elefantes amaestrados, los payasos y tigres de bengala, los trapecistas y un hombre vestido de caballo, que a la entrada de la gran carpa, recibía a los curiosos con relinchos y monerías que enloquecían a los chiquitines.
Con el Circo vino también un gentío de rostros irreconocibles…
Robertito nunca había visto cosa igual. Sólo en las láminas de los libros de la escuela y varias veces por la televisión, en los muchos programas infantiles que veía y reveía todos los fines de semana.
—Mañana temprano vamos pal el Circo —le dijo Conchita aquel viernes cuando arribó, exhausta, de la Paper Mate.
La alegría se desbordó en los ojos del muchacho, que no dejó de hablar de lo mismo hasta que los rayos del sol matutino se le metieron al cuarto para sorprenderlo soñando con su arribo.
Primero vio la carpa enorme que se elevaba, inmensa, en los aires, con los banderines multicromados haciéndole coro al viento. Después se tropezó con el caballo de dos patas que hacía piruetas, tratando de hacer reir a los adultos.
Tenía unos ojos de vidrio, grandes, que le atrajeron más que sus cabriolas.
Después de aquel sábado, a la madre le dio con volver al Circo todas las tardes, hasta que una mañana le dijo a Robertito:
—Esta tarde viene un amigo a cenar con nosotros.
Aquella vez Robertito no se la pasó hablando del asunto, ni esperó con entusiasmo la llegada de la tarde. Era la primera vez que un hombre, fuera del círculo familiar, se sentaba a la mesa a compartir con ellos los alimentos.
Conchita recibió al amigo con su mejor traje y después de algunas palabras de introducción (Este es Robertito, el amor de mi vida…; ¿Cómo le va, don Roberto? Me llamó Tomás. ¡Venga acá esa mano, hombre…!), se sentaron a la mesa a disfrutar de una cena exquisita que ella había preparado para la ocasión.
Robertito se fue a la cama temprano aquella noche y cuando despertó de mañanita, como acostumbraba hacer cuando no tenía que ir a la escuela, vio a su madre en el lecho con el amigo. No dijo nada, entonces. Pero el domingo por la noche, cuando iba de camino a su aposento, le pidió a la madre que no volviera a dormir con el caballo del Circo.
© Josué Santiago de la Cruz
Ilustración: Thibon de Libian, “Escena de circo”
Oleo 1927
La inocencia en la niñez provoca comentarios sorprendentes al relacionar las cosas de la naturaleza con las cosas presentes en los diversos actos humanos que discurren ante sus ojos.