Eran las siete y treinta minutos de la noche.  Eva se preparaba para ir a trabajar. Sobre su modesto tocador había lápiz de labio, polvo, colorete, sombra, rímel, talcos y fragancias. En la pared izquierda del cuartucho que le servía de hogar guindaban de una percha varios trajes provocativos de colores brillantes.

Se miró al espejo y comenzó el ritual para embellecerse. Pensaba solo en lo que tenía que soportar cada interminable noche para ganarse unos cuantos dólares. En su mente se agolparon los recuerdos de su sacrificada amorosa madre allá en el barrio de Vega Baja donde residía en sus años de inocencia.

En Vega Baja vivió una vida de pobreza extrema. Su madre murió cuando ella tenía apenas quince años.  Su padre, embrutecido por el alcohol, no soportó la pérdida de su esposa y se suicidó.  Eva quedó desamparada, sin saber que hacer. Durante algún tiempo una tía le dio albergue, pero los avances carnales del esposo la obligaron a mudarse con otra de sus tías, quien le enseñó lo básico para lidiar con la vida.

Se enteró por unas amigas que en Salinas había trabajo para mujeres jóvenes y elegantes. Eran los años cincuenta, en plena Guerra de Corea.  El campamento estaba repleto de soldados entrenándose para  ir a combatir en aquel país lejano. Se marchó a Salinas creyendo que así adquiriría libertad.

Terminó su rutina de embellecimiento, se puso un vestido escotado que dejaba ver parte de sus firmes y hermosos senos. Fijó su mirada un instante en el cuadro de Jesús Crucificado, salió del cuartucho, cerró con cuidado la puerta y se dirigió a su trabajo.

En el trayecto, algunas jóvenes envidiando sus encantos hacían comentarios ofensivos. Otras admiraban su atrevimiento y soltura. Algunos caballeros, hipócritamente, la miraban de reojo y le lanzaban improperios. Otros le decían hermosos piropos.  Ella se desentendía de los comentarios ofensivos y premiaba con una sonrisa los versos de admiración que le dedicaban.

Veinte minutos después llegó a La Maricutana.  Allí estaban sus otras compañeras de oficio. Al verla elogiaron lo hermosa que estaba esa noche. Suspicazmente preguntaron si esperaba un admirador especial. Ella haciéndose la desentendida dijo que no, que era una noche como otra cualquiera.

A las nueve de la noche comenzaron a llegar los soldados, todos en son de fiesta y diversión para largo.  La vellonera estaba encendida con música alegre y boleros tango de Felipe Rodríguez,

Cada vida es una novela y la mía ya lo ves,
pero guardo en la biblioteca del olvido
un libro que entre sus páginas guarda una rosa marchita
y unos negro cabellos de una linda mujer….

También se escuchaban los últimos éxitos de José Antonio Salamán,

Anoche te tuve en mis brazos
un solo momento, momento de amor,
eterna juramos la dicha, la dicha infinita
bendito clamor….

 Las canciones invitaban al roce de los cuerpos y al éxtasis. Los jóvenes soldados sabían que tenían que partir a los campos de combate. La incertidumbre de perder la vida en la zona de guerra los hacía extremarse en la bebida, en el desorden y en el sexo libre.

Eva y sus compañeras estaban allí para complacerlos en todas sus excentricidades. Por orden del dueño del bar, tenían que inducir a los soldados a beber, pero ellas debían permanecer sobrias. Para ello les había enseñado mil y un trucos.

Eva con su belleza y cuerpo escultural y con su inteligencia natural era la preferida de la soldadesca.  Se la disputaban hasta llegar a formar trifulcas por un baile, por tener una conversación o para ir a la cama con ella.  A escondidas del dueño del bar, Eva se las ingeniaba para cobrar por dejarse acariciar y por una experiencia bailable sensual que al decir de los soldados los elevaba a cumbres insospechadas.

Muchas veces Eva servía de consejera, sicóloga y hasta de madre para alguno de los soldados. Aquellos jóvenes entrenados para la guerra, pero inexpertos en la vida, estaban desesperados ante lo incierto de su porvenir y acudían llorosos ante ella.  Le confiaban sus secretos, inquietudes y desesperanzas.  Ella, como maestra de la vida les inspiraba fe y optimismo y les daba fuerzas para enfrentar su destino, fuera cual fuera.

A pocos pasos de La Maricutana estaba El Gallo, un bar con cuartos en el patio posterior que el dueño alquilaba para que las meretrices ejercieran su oficio de complacer a los clientes.

El dueño de El Gallo tenía un cuarto exclusivo para Eva.  Las otras compañeras no adivinaban el porqué de este trato especial porque nunca supieron de los favores que le prodigaba la favorecida.

Eva iba a El Gallo por lo menos cinco veces en la noche.  Su tarifa era de diez dólares por media hora. Al terminar su jornada, que a veces duraba hasta las cinco de la mañana, estaba extenuada.  Al llegar a su cuarto a penas le daba tiempo para quitarse la ropa, mirar a su Jesús Crucificado y decir una oración. La vencía un sueño profundo instantáneamente.

Se levantaba eso de las once de la mañana, se daba un baño y comenzaba su otra tarea. La que la dignificaba y llenaba de alegría. Los alrededores de su cuarto se llenaban de niños, jóvenes y mujeres del barrio.  Era especialmente cariñosa con los niños, a quienes mimaba y colmaba de besos.  En ellos desbordaba la ternura escondida en su corazón de buena mujer.

Algunos llegaban por ayuda que ella prestaba generosamente. Otros solo para estar con ella, gozar de su amistad, conversar y oír sus cuentos y anécdotas.  Los necesitados le pedían para alimentos, para ropa, para medicinas y muchas otras necesidades.  Para la gente de Caño Verde, el paupérrimo barrio donde residía, era una santa, una reina. Para el resto de la gente, era una mujer de la vida, una prostituta más de las que abundaban en los bares de Salinas.

Por las tardes paseaba por el río Abey, que corría cristalino junto a Caño Verde. Se sentaba en la orilla y hundía sus pequeños pies en sus aguas frescas. Allí pasaba horas acompañada por las libélulas, las mariposas de colores hermosos y los pequeños pececitos que jugueteaban inocentes a su lado. El arrullo del agua adormecía y transportaba su espíritu a lugares soñados que prometían una vida mejor.  A la orilla de su río se sentía plenamente feliz. Pero al despertar del éxtasis volvía a la dura realidad. Tenía que volver a su desprestigiado trabajo.

 Cada sábado en la noche acudía a La Maricutana un joven que en silencio y disimuladamente no cesaba de mirarla. Ella, dedicada a complacer a los soldados, no se daba cuenta de las miradas del joven. Él no se atrevía proferirle palabras, como suele pasar con el que está verdaderamente enamorado.

Una noche sabatina un soldado ebrio y cegado por la pasión le pegó a Eva porque no quiso dejarse acariciar. Adolorida y llorosa, sangraba profusamente por la boca. Su traje se tiñó de rojo.  El joven enamorado saltó de su asiento como un león enfurecido. Se abalanzó sobre el soldado, lo derribó al suelo y le pegó un puñetazo con tanta fuerzas que lo dejó inerme.  Los que acompañaban al soldado se abalanzaron sobre el joven y fueron tantos los golpes que le dieron que le desfiguraron el rostro.  Esa noche llegó la policía civil y la militar y cerraron el prostíbulo.

Eva y el joven fueron llevados al hospital municipal donde recibieron los cuidados de rigor. En medio de su dolor y confusión, olvido preguntar quién era el joven que la defendió tan valerosamente.

Dos semanas pasaron antes de que Eva regresara a su trabajo.  Preguntó por su defensor.  Solo le dijeron que había sido un joven, uno que sentado cada sábado al extremo del bar no dejaba de mirarla.

Llegado el sábado, el joven, todavía con las señales de los golpes recibidos, se sentó en el lugar acostumbrado. Pidió una cerveza y comenzó a tomarla sorbo a sorbo, sin prisa. Eva, radiante y hermosa como nunca, se le acercó y con voz dulce como el néctar de una flor le dio las gracias. Él, sonrojado, la  miró con ternura, con la incontenible emoción que solo un enamorado suele mirar al objeto de su devoción. Con sus ojos, sin pronunciar palabra alguna, acepto las gracias y bajó la cabeza. El rostro de Eva se iluminó con el impacto de la mirada del joven. Ya no quería estar en aquel lugar. Aquella noche se escaparon y nunca más se supo de ellos. Una nota colgada en la puerta del cuarto de Caño Verde leía: Dispongan de todo.

© Edelmiro J. Rodríguez Sosa, 5 de mayo de 2010