Se conocieron en el Bocamar. Esa tarde se celebraba un te danzante. Eran las cinco de un domingo estival. La brisa caliente que arrullaba las palmeras se colaba hasta el salón de baile. La playa todavía estaba repleta de gente y los niños jugueteaban en la arena gris. El ambiente era idílico.
Él la invitó a bailar y ella accedió gustosa. Continuaron bailando y durante un intermedio él, nervioso, le comunicó sus sentimientos de amor. Ella con la mirada le dio a entender que lo aceptaba. Salieron a pasear y en la penumbra de la tarde bajo las palmeras que crecían a la vera de la playa con un beso ardiente y prolongado sellaron su pacto de amor.
Al concluir el te danzante se despidieron y acordaron volver a verse el próximo domingo a la misma hora y en el mismo lugar.
Cuando él llegó a su casa sus familiares y vecinos, que se habían congregado en el lugar, le comunicaron que su madre, residente del Bronx, estaba gravemente enferma en el Lincoln Memorial Hospital y pedía su presencia. Sacó un pasaje de emergencia y se trasladó a Nueva York. Cuando llegó su madre había fallecido.
El velorio se celebró en la Funeraria San José de la avenida Prospect del Bronx. Durante el rezo del rosario se formó una pelea entre dos de los asistentes. De pronto se escuchó una detonación de revólver. Un cuerpo cayó inerte en la acera frente a la funeraria. La sangre que brotaba de la herida se esparcía como un río sin destino. Todos los presentes huyeron, unos hacia dentro de la funeraria y otros se perdieron por las sombrías y peligrosas calles aledañas. Sólo el hijo de la difunta, inmóvil, impactado por el hecho y el arma asesina quedaron junto al cadáver.
A los pocos minutos llegó la policía con sus estridentes sirenas y sin mediar preguntas lo arrestaron. Durante el juicio no apareció nadie para defenderlo. El imperio del silencio cómplice se cernía sobre la sala del tribunal. Salió culpable de asesinato en primer grado y lo sentenciaron a cadena perpetua.
Quiso avisar a su novia, pero en el embeleso de aquel día de verano en el Bocamar, a ninguno de los dos se le ocurrió intercambiar sus direcciones o números telefónicos.
Al cabo de diez años el verdadero asesino confesó su crimen y él salió del infierno al que injustamente había sido sometido. Para entonces era un hombre distinto, se había encerrado en sí mismo. Creía que la vida lo había traicionado. Más nunca dejó de pensar en aquel amor incipiente sellado con un beso bajo las palmeras a la orilla del mar que besaba la arena gris incesantemente. Aquel beso ardiente y prolongado lo sentía a cada instante como si fuera actual.
Regresó a su lar nativo. Fue recibido con muestras de simpatía y de dolor por sus familiares y amigos. Fue al Bocamar y del salón de baile sólo quedaban ruinas, como las de su alma, mudos testigos de su pasión por la mujer amada.
Un día domingo estival fue a la plaza Las Delicias del pueblo y se sentó en un banco. Eran la cinco de la tarde. La plaza estaba desierta. Sólo el canto de algún ave extraviada interrumpía el imponente silencio. Se sintió abandonado y desdichado. Una tristeza infinita poblaba su alma. Fijó su mirada en el templo parroquial que estaba a un costado de la plaza y dirigió su pensamiento hacia Dios. Una lágrima brotó de sus ojos que rodó por sus mejillas y calyó al pavimento estallando en múltiples colores en todas direcciones.
Permaneció cabizbajo varios minutos en un coloquio intenso con el Dios que creía lo había abandonado. Alzó su cabeza y al otro extremo de la plaza vio una mujer a cuyo alrededor jugueteaban dos niños. Le pareció conocida y dudando, se frotó los ojos, llorosos aún, para verla mejor. Se acercó lentamente y según se aproximaba su corazón latía con mayor intensidad. Era ella.
Ella lo reconoció y temblorosa solo se le ocurrió preguntarle porque no había llegado a la cita. Él le contó su dolorosa historia. Ella, compungida al escuchar la narración, no cesaba de llorar.
Él, luego de un silencio que parecía no terminar, le preguntó por los niños que se mantenían jugueteando. Ella contestó –son mis hijos-.
-Y tu esposo- preguntó él. -Soy viuda-.
©Edelmiro J. Rodríguez Sosa
25 de junio de 2010