Había un granito de sal perdido en la inmensidad de una playa caribeña. Tirado sobre la arena resistía las brasas del sol candente. En las noches, unas de luna y estrellas, otras quizás opacas y secas se refugiaba bajo las hojas marchitas de un árbol de frescura.

Pasaban lunas y soles. Noches y días el granito permanecía soñando ser parte del castillo de arena del niño arquitecto.

-Si la niña se fija en mí, tal vez pueda cubrir el cuerpo de su padre. ¡Si tan sólo en uno de sus puñados alcanzara la dicha de estar entre sus manos!

Con la suavidad de la pluma de un ave, comenzaron a moverse las hojas de los manglares. Las palmeras en reverencia al viento se inclinaban… y en un ¡zigzag! las arenas se esparcían por el aire. El granito fue cargado por el viento. Temeroso de su destino imploró al cielo:

-Sólo soy un grano de sal, no fui montaña, ni siquiera roca. ¡Déjame al menos fundirme en las arenas de otra playa!

Se detuvo el viento. El granito cayó en unas manos abiertas que descendían entre las nubes. Al tocar las aguas las manos se abrieron aún más…

Fue así como se unieron la sal y el agua, en un beso eterno para formar del amor un océano a la vista del cielo.

© Marinín Torregrosa Sánchez

Ilustración: Oleo de Rafael Gómez Carrasco