Nací el 28 de septiembre de 1940 en el centro del casco urbano del pueblo de Salinas. La comadrona que atendió el parto la conocí pasados mis cincuenta años. Ella había regresado de New York, lugar a donde fue a residir alrededor de 1948 y en el que permaneció hasta la década de 1990.

Dante, 5 meses
Dante, 5 meses

Se llamaba Adela Soto, miembro de una distinguida familia afroboricua, algunos de cuyos miembros todavía viven en la calle Palmer de Salinas. Mi madre tenía una relación muy especial con esta familia y particularmente con Adela. Por eso, a la hora de los partos la comadrona siempre fue Adela.

Un día visité en su casa de la calle Palmer a Madrina Adela (así se dirigía uno a quien lo levantó en alto para agitar el soplo de vida, precipitando así la primera bocanada de aire y al mismo tiempo el primer llanto de tantos que acompañan las complicaciones de la existencia) Ese día estuve conversando toda la tarde con ella. Hablamos sobre el momento en que llegué a este mundo, cómo se desarrolló el parto, el ambiente, el comportamiento de mi madre y de su experiencia como partera, particularmente en mi caso.

Me contó que mi madre, no obstante la natural preocupación que surge en este momento de tensión y de los intensos dolores que siempre acompañan un parto natural, tenía por costumbre recurrir a cierto ejercicios espirituales para sobrellevar el trance de ese momento. A ella personalmente como comadrona, esos ejercicios espirituales le transmitían una particular confianza y tranquilidad. A pesar de que Tilita era primeriza, fue un parto natural, como todos los otros cuatro partos en que la asistió, sin complicaciones ni sucesos fuera de lo común, sólo los acostumbrados.

Luego hablamos con detalles de la época en que mami vivía en una casa de su propiedad, localizada en la calle de Cayey, hoy calle Luis Muñoz Rivera. La casa estaba ubicada en el solar donde más tarde se construyó un edificio que ocupó una tienda de ropa de Toño Lozada, luego fue la Farmacia San Carlos, la que más tarde compró el Lcdo. Néstor Pabón y ahora es el local de una financiera. La casa colindaba por el norte con la Farmacia Lugo. En el patio había un árbol de flamboyán precioso y en la esquina colindante con el edificio del farmacéutico Pedro R. Lugo, había un árbol de lilayo, que otros llaman amansaguapo o arrasacontó.

Puedo decir que en esa casa de la calle de Cayey comenzó el peregrinaje social de la familia. Estaba localizada en el mismo centro del pueblo, esquina con la Plaza de las Delicias, a pasos de los cines y de los comercios más poderosos de la época. Esta centralidad implicaba el fluir continuo de toda clase de personas del campo y del pueblo y justamente residir al lado de los ricos y acomodados del pueblo.

En los alrededores residían, además del cura y familiares de mi madre, familias y personajes como los Benvenutti, los Sécola, los Monserrate, los Miranda, los Braña, los Paravisini, los Godreau, los Vega, los Vázquez, los Mateo, los Colorado, los Lanausse, el doctor Juan P. Cardona, las maestras Stella y Palmira Márquez, Gudelia Rodríguez, Paquín Carrera y el abogado Carlos M. Dávila, entre otros.

Vale decir también que el entorno ese, además de las entidades gubernamentales, también incluía la Plaza del Mercado, la fonda de Doña María, El Choferito, El Blue Room, La Maricutana, El Coamito, las farmacias Lugo, Márquez y San Carlos, El Escambrón, El Picolino, El Chanos Bar, la tienda de Miguel Vázquez, la tienda de Antonio Lozada, la fonda de Domitila, la fonda de Manolo Centeno, La Mascota, el Colmado Braña, La Jaguita, y otros.

Esa conversación con Madrina Adela, como muchas otras que tuve con mi madre, me llevó a recordar sucesos y situaciones que a veces considero imposibles recuperar de la memoria, dado el tiempo trascurrido, pero que en mi caso es una realidad objetiva que recuerdo con entera claridad, a pesar de que se refieren a cuando sólo contaba 2, 3, 4, 5, 6 y 7 años.

Como ejemplo, recuerdo la cuna en que dormía cuando tenía dos años, el lugar donde ubicaba, la frazada que me abrigaba y la intensa sensación de frío que sufría cada vez que me orinaba y el hule mantenía húmeda la cuna, hasta que venía mi madre y me cambiaba el culero de tela.

Recuerdo el ruido de los tanques de guerra cuando pasaban frente a casa y ver pasar a los soldados, ya fuera en troces del ejército o a pie, por la calle principal del pueblo.

Recuerdo las estruendosas sirenas durante la noche, indicativas de un “Blackout”, y que mi madre explicaba diciendo que tenía que estar todo a oscuras y ni siquiera se permitía encender una vela.

Recuerdo las conversaciones sobre el desarrollo de la guerra, y la carestía de alimentos que entablaban los clientes del frigorífico que ubicaba en el zaguán contiguo a la casa. Ese frigorífico de vender hielo lo atendía un hijo del contratista de obras Hilario González, de nombre Frank, que murió siendo muy joven.

Recuerdo que mi hermano Edelmiro y yo dormíamos uno al lado del otro, en unas pequeñas camitas con colchonetas que llamaban “pisicorres.” Solíamos hablar todas las noches, aunque sólo contábamos entre cinco o seis años, de los planes que habríamos de desarrollar en el futuro. Con el fin de poder realizar los ostentosos y portentosos planes, ambos a coro repetíamos: “primero trabajar, trabajar, trabajar.”

Luego de las repeticiones de la palabra clave en forma alternada Edelmiro o yo pronunciábamos como un hecho dado por realizado determinado aspecto del plan. Ejemplo: “y compramos una casa, y viajamos por el mundo, y compramos un automóvil”, y así por el estilo.

El entorno en que viví mi niñez modeló mucho la forma en que he visualizado la vida, y ha sido siempre así hasta hoy. Las conversaciones y discusiones en la Barbería de Don Tomás, las acostumbradas tertulias frente a la Farmacia Lugo, las multitudes haciendo fuerza para sacar taquillas, artistas de reconocimiento internacional pasando frente a los ojos de uno, son aspectos que sin lugar a dudas impactan la sensibilidad de cualquier ser humano.

Pero de todo este mundo infantil muy peculiar, que mi madre me comprobó en toda su dimensión que en efecto todo ocurrió como lo relato aquí, hay un detalle que sobresale de manera impactante e imperecedera.

Tilita Sosa
Tilita Sosa

Mi madre mantuvo a través de su vida una exploración continua en torno al papel del ser humano en la creación. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Cuál es el fin último de la existencia? ¿Las religiones y sus finalidades? ¿El rol de Jesucristo y de la Virgen María? ¿Las capacidades del ser humano para representar la esencia divina? ¿Su poder para hacer contacto con el más allá? ¿El poder de la mente? ¿La meditación? Dominaba todos estos temas de manera sencilla y sin rebuscamientos filosóficos ininteligibles y ciertamente con contradicciones.

Yo viví intensamente las contradicciones de Virgenmina Sosa Santiago: Tilita. Las vi y percibí en momentos de aparentes grandes convicciones, pero también en épocas de dolorosas e insondables dudas. Entonces la sentí protestar de forma rebelde y con coraje en los tantos momentos en que tuvo que confrontarse, absolutamente sola, con las duras realidades de la vida.

Yo pienso que ese creer y ese dudar le dieron una tremenda ventaja para desarrollarse espiritualmente. Ese fue un gran logro en su vida, pero además un gran ejemplo. Su prédica continua en contra del dogmatismo y la necesidad de ajustarse a la realidad, es vehículo que sugiere un ritmo de acción aconsejable para todos sus descendientes y de aquellos con oídos para oír.

Personalmente y para mi fortuna, ese enfoque vital me marcó para siempre. No importa que a veces se tenga que transar en aras de la sana convivencia social, tal como lo tuvo que hacer Galileo: “I PUOR SI MUOVE”.

Dante A. Rodríguez Sosa

Vivencias y querencias 2: La niñez