El día cercó el cañaveral y se lavó los pies en el sifón vistiendo un manto de saco para recibir la noche.

El crepúsculo avanzó lentamente pero en sus manos y en su nuca había manchas de sangre. El cañaveral estaba a punto de marchitarse porque se deshidrató esperando un mejor mañana. Cerraron la Central mientras la aurora avanzaba ruidosa y el tren con sus chillidos no lo dejaba dormir.

—Levántate Fermín que hoy es el ultimo día y tienes que guiar la mudita—dijo Rafa el cojo.

—Sí, que tienes que atender las varetas —contestó Fermín.

Traspasando el umbral del ocaso desbarató todos los espejos que conciliaran su sueño y se fue a trabajar.

—Hoy sale el último tren; yo espero que el Sindicato nos compense luego de tantos años trabajando en la industria del azúcar —dijo Fermín.

—No te preocupes que el alcalde hará de este lugar una zona turística —alegó Rafa.

—Pero… ¿y las calles, el hotel, el hospital, la central, quien las va a mantener?—Preguntó Fermín.

—El gobierno tiene un plan —musitó Rafa.

El tiempo sopla al lado de la muerte. Así pasó. Murieron Fermín, Rafa y aquellos trabajadores desaparecieron igual que la caña.

El gobierno todavía anda en negociaciones mientras el poblado escucha un chillido de caravanas politiqueras prometiendo un mejor mañana. Todo quedó oxidado y abandonado. El último tren jamás regresó.

Lo único que se escucha es un ruido ensordecedor.

©Edwin Ferrer