La mamá de los patitos lanzó un graznido terrible cuando descubrió que acababa de poner un huevo negro, negro verdoso. La comadre, que vivía en el nido del frente, fue corriendo a ver qué sucedía.

— ¡Santo cielo! —dijo, tapándose el pico y santiguándose varias veces—. ¿Estás segura de que es tuyo? ¿No será que alguna gavilana de esas volantusas ha venido a usar tu nido? ¡Uy, comadrita! Y ahora, ¿qué irá a decir el compadre?

— ¡Ay, comadrita! —le contestó la mamá de los patitos―. Si no fuera porque yo misma lo acabo de poner, tampoco lo creería —dijo, mientras examinaba el huevo, y llegó a la conclusión de que si no fuera por el color, no tendría ninguna diferencia con los demás.

Más tarde, cuando llegó el papá de los patitos, la comadre, que vivía en el nido de enfrente, se acercó a su ventana para tratar de escuchar lo que hablaban sus vecinos, pero sólo escuchaba voces que llegaban de lejos, entrecortadas. Escuchaba que el papá de los patitos alzaba la voz, y que la mamá de los patitos sólo repetía: «no, no, no».

Desde su ventana vio cuando el papá de los patitos salía con el huevo negro y lo tiraba lejos del corral. En la mañana, cuando el papá de los patitos salió a trabajar, respiró aliviado porque ya no encontró el huevo negro donde lo había tirado.

La comadre, que no había dormido muy bien, cuando vio que el papá de los patitos se alejaba, corrió donde el nido de la mamá de los patitos.

— ¡A ver, cuéntame! ¿Qué te dijo mi compadre?

— ¡Ay, comadrita! Se ha empeñado en que no lo tengamos. Primero pensaba que no era nuestro, luego que era una señal de mal agüero, después lo llevó a botar fuera del corral. Yo le rogaba que no lo hiciera, pero no me hizo caso. Pero te contaré un secreto —le dijo, mientras miraba a los costados y bajaba la voz—. Salí de madrugada, despacito, sin que mi marido lo notara, justo en la hora en que el silencio es tan fuerte que llegas a escuchar la marcha de tu corazón. A esa hora recogí el huevo, lo limpié, y lo acomodé debajo de los demás huevos. Menos mal que mi marido no se ha dado cuenta. ¿Cómo crees que voy a abandonar a uno de mis hijos?

Y así fue cómo la mamá de los patitos empolló un huevo diferente entre sus huevos.

A los treinta días exactos nacieron los doce patitos. Pasaron dos días más y los patitos salían y se metían entre las plumas y las alas de la mamá de los patitos, que seguía metida en el nido.

Por las noches escarbaba, sacaba el huevo negro y lo colocaba en su oído. No escuchaba nada. Estaba perdiendo las esperanzas.

A los treinta y cuatro días el papá de los patitos ya había salido dos veces con todos los patitos a pasear junto al río y le iba a preguntar si todavía le dolía la cabeza, cuando vio que la mamá de los patitos escondía algo negro entre sus piernas. La mamá de los patitos lloró, suplicó, pidió perdón. El papá de los patitos se sintió herido; no quería saber nada del huevo negro. Lo que más le dolía era que lo hubiera engañado.

Pero no le duró mucho la cólera. Aceptó que lo siguiera empollando sin que lo mantuviera enterrado. A los cuarenta días, le dijo:

—Querida mía, reconoce que ese huevo es de mal agüero y que ya debe estar huero. Será mejor que lo lleves a botar tú misma. Hasta ahora nunca se ha visto que un pato demore cuarenta días en nacer.

Y ese fue el argumento más consistente que había escuchado en su vida. La mamá de los patitos lo llevó rodando despacito fuera del corral, con mucha pena.

Fue entonces que dentro del huevo, Podovarus sintió más negro a su alrededor, hizo un último esfuerzo y estiró su patita izquierda. Sintió un crujido bajo sus pies.

La mamá de los patitos, que ya se encontraba de regreso en el nido, creyó escuchar un pequeño ruido. «Tal vez será mi corazón», se dijo, «pero de todas maneras voy a averiguar.»

Podovarus empujó una vez más con sus últimas fuerzas y vio una luz bajo sus pies. Una luz brillante, como al final de un túnel. Sintió ganas de entregarse por entero a la luz, cuando vio un pico enorme levantar el cascarón negro que lo aprisionaba.

¡Era la mamá de los patitos! Con su pico lo ayudaba a romper la cáscara.

Ella no pudo evitar retroceder asustada al ver que lo primero que salía era una cosa extraña, torcida. Después vio que salía otra cosita torcida y allí recién pudo darse cuenta de que eran dos patitas de pato. Se apresuró a ayudar a romper el resto del cascarón, no fuera a ser que se ahogara.

Entonces la mamá de los patitos pudo rescatar a Podovarus, que ya estaba siguiendo la luz brillante que lo atraía como imán. Podovarus no tuvo más remedio que regresar por la luz que veía debajo de sus pies.

Así nació Podovarus, casi muriendo.

Le pusieron de nombre Podovarus porque nació de patitas, y porque además las tenía torcidas, ya que Podovarus significa «pies torcidos».

© David Arce