Se había desatado la guerra entre dos magníficos ejércitos.  La contienda tendría lugar en un valle rodeado de montañas.  En las grutas de los montes moraban pacíficos eremitas.  Llegada la hora de la gran batalla, los soldados se apostaron en sus respectivos frentes.  Un bando gritaba vehementemente: ¡Dios con nosotros!  Quienes servían a la otra bandera respondían con incontenibles redaños: ¡Dios lo quiere y nos protege!  Las consignas retumbaban a lo largo y a lo acho del valle, de tal manera que herían los oídos de los anacoretas.  El convencimiento y el entusiasmo de ambas partes presagiaban el encontronazo de dos divinidades furibundas e irreconciliables.

Y, en efecto, el topetazo de las tropas fue sangriento y devastador.  Al final del combate, los pocos supervivientes yacían en los predios de la agonía.  Bajaron los ermitaños a socorrer a los heridos y a enterrar los cadáveres.  Ante la carnicería causada por el enfrentamiento de los guerreros adversos que reclamaban la elección divina, uno de los ascetas comentó: “Los soldados de las respectivas huestes aseguraban que Dios estaba de su parte.  Presumían que el Señor estaba con ellos y contra los otros, pero no se preguntaban si ellos mismos estaban con Dios y con el prójimo.  Al aniquilarse mutuamente, han arrancado de cuajo muchas vidas y han comprometido temerariamente el nombre del Altísimo”.

Otro de los eremitas, algo deprimido e irritado, reaccionó: “Tienes razón, hermano, pero considera lo siguiente.  Nosotros nos hemos fugado del mundo —contemptus mundi— y luchamos en soledad contra legiones de demonios.  Mientras la gente siembra amarguras, ¿qué hemos hecho para evitar los conflictos fratricidas y cultivar las condiciones de la paz?  Oramos sin cesar, mas ¿nos acompaña el Dios de la justicia y la paz?”.  El interlocutor se sintió ofendido por el aguijón profético, y pronto estalló una controversia agria y sutil.  Al cabo de la misma, los místicos se entraron a golpes.  El intercambio de puñetazos fue breve, pues cayeron encima de un soldado herido que se quejó como pudo.  Los peleadores se levantaron y contemplaron la desolación en derredor.  Por acuerdo silencioso, volvieron a la tarea de recoger a los caídos.

©Anibal Colón de La Vega