Ardía el cañaveral. Las hojas de caña hechas llamas parecían espadas rojizas y amarillas esgrimiendo su destreza en movida lucha de color. Un vaho caliente transportaba el aire hasta nuestra casona de campo desde donde se contemplabas no muy lejos el mar de fuego. Miles de chispas pulverizadas por la brisa revoloteaban en ronda como pequeños insectos luminosos sobre la superficie del cañaveral.
¡Fuego! ¡Fuego…!, repetía la campana de la hacienda llamando a los obreros para evitar que se extendiesen las llamas a la próxima pieza de caña. Eran los aciagos días de huelga en la hacienda y una mano mal intencionada había encendido la mecha de la venganza. Algunos peones, machete en mano, a toda prisa iban haciendo anchos caminos alrededor de la fogata. Así el fuego, al llegar a las orillas , moriría sin falta.
Otras noches, mi padre preparaba la brigada de obreros para quemar algunas piezas de caña. Tal procedimiento se aplicaba cuando la caña era muy delgada y se hacía más fácil cortarla ya libre de hojas y paja. En esas noches, él me permitía acompañarle para presenciar cómo el fuego devoraba las hojas secas.
¡Hermoso espectáculo! Las llamas formaban ágiles figuras en oro, rojo y negro. Unas se movían lentas y gráciles; otras contorsionadas y violentas.
Estallaba el cañaveral en ruidos sordos y agudos. El calor era sofocante. Ratones y ardillas salían presurosos de sus escondrijos para guarecerse en las cañas vecinas.
Vigilantes, con sus machetes afilados, los obreros cortaban de aquí y de allá algunos trozos de las piezas cercanas. Había que tomar las debidas precauciones. A la luz de las llamas los machetes parecían plata rojiza.
Lentamente el oleaje de llamas se iba haciendo cenizas. Quedaban la paja y las hojas pulverizadas, pero las cañas, enlutadas, permanecían de pie con su alma de azúcar intacta y prometedora.
Bueno, yo también recuerdo parte de esas bonitas historias que por supuesto eran verídicas…Yo era bien jovencito y muy valiente por supuesto. Le cogía un pequeño machete de algunas 15 pulgadas a mi abuelo y sin pedir permiso entraba bien adentro donde la caña era más sabrosa ahí estaba hasta casi hasta el escurecer. Nunca sufrí una picada de ciempiés solo los zancudos que me avisaban que ya era tiempo de irme para la casa, pero para mí era mi pasatiempo después de la escuela. Ahi dejaba mis tristezas mis complejos y encontraba refugio, la caña y yo nos hicimos amigos. Ella con sus hojas jugueteaba conmigo, aunque también sus hojas de vez en cuando me enviaban a casa con una cortadura. ¡y como dolía!, pero mi abuelo me curaba con gas de la estufa para cualquier infección que ocurriera, nunca ocurrió.
Algo sorprendente yo contaba con solo 9 añitos, y nunca me sucedió nada malo. En esa época no existía tanta maldad, al contrario las personas cuidaban y protegían a uno. También recuerdo las zanjas. Cuando estaban llenas de agua yo parecía un pececito. ¡Pero si!, me encantaban las noches que quemaban la caña, el olor tan rico que dejaba. Eran días tan hermosos y de tanta inocencia, mi refugio fue ese lugar, como decimos los jibaros, la pieza de caña. Desde Bandung Indonesia, un salinense y un solo boricua recordando los tiempos buenos… Gracias
Para mí, habitante de la ciudad, este relato me maravilla, porque el cemento nos va cerrando los ojos a estos espectáculos, que tanto gozáis vosotros.. Me dio la sensación de estar cerca de la llamarada y hasta de sentir su calor humeante.
Que lindo, me hace recordar cuando saliamos con mi papa a ver las quemas de noche en las haciendas, tambien de la maliciosas durante huelgas
Muy bueno, me parecio estar cerca de las llamas del cañaveral.