por María del Carmen Guzmán

LechuzaTal vez mi desconfianza despunta en paranoia.  Admito que no le brindo confianza a un ser humano hasta que le conozca bien y aun después de conocerle, mi confianza tiene un límite.

Hace par de años estuve trabajando en Findlay, Ohio y luego de largas horas de trabajo me dirigí hacia el hotel donde me hospedaba, no sin antes detenerme en un restaurante mejicano (lo que más se acerca al gusto puertorriqueño cuando una se encuentra lejos de su tierra), para ordenar comida para llevar.

Al estacionar mi vehículo recibo una llamada telefónica, contesto y mientras hablo prosigo hacia la entrada del restaurante.

Al levantar la vista veo un hombre de baja estatura, desaliñado y aspecto latino que viene en dirección a mí.

Sonó mi alarma interna, me despedí de la compañera de trabajo que tenía al teléfono y en avanzada entré al restaurante, coloqué mi orden y me senté a esperar lejos de la entrada.

El hombre entró tras de mí, tomó un menú y estuvo, lo que a mí me pareció una eternidad, ojeándolo y mirando disimuladamente hacia donde yo me encontraba. Luego depositó el menú en su lugar y volvió a salir sin ordenar cosa alguna. Se mantuvo fuera del establecimiento por largo rato y por primera vez en mi vida di gracias a Dios por la tardanza de los empleados de aquel establecimiento.

Debo confesar que fingía una calma e indiferencia que estaba muy lejos de sentir. Mi mente corría a una velocidad de 100 k’s x segundo tratando de encontrar una salida de aquel lugar cuando de repente me dicen que mi orden esta lista. En ese mismo instante un grupo de alrededor de 15 personas que ocupaban un lugar cercano al mío se disponían a retirarse. Recojo mi orden y salí rodeada de personas que no conocía, como si fuesen mi familia, y que se dirigían justamente hacia el vehículo estacionado al lado del mío.

Llegué al hotel hecha un manojo de nervios y me eché a llorar pensando que quizás aquel hombre tuviera hambre y yo fui demasiado cobarde para suplir su necesidad.

Por varios años me lo eché en cara y nunca olvidé el aspecto de aquel individuo.

Recientemente estuve en la ciudad de Nueva York trabajando y mientras almorzaba veía las noticias en el televisor del comedor cuando muestran a un hombre bajo arresto por haber mantenido cautivas a tres mujeres en su residencia de Cleveland, Ohio por una década.

Por segunda vez, un rostro me hace  perder el apetito…

©Maria del Carmen Guzman