Serie Genealogía

Hoy es uno de esos días en los que la melancolía es mi amiga. Esto me sucede desde que decidí indagar sobre mis antepasados. Porque uno llega a conocer en la mayoría de los casos, hasta los abuelos, pero de ahí hacia atrás, la memoria se difumina y poco a poco se van agotando las fuentes para desenredar la madeja que permita llegar a ellos, porque los siento llamándome, invitándome a descubrir cómo llegaron a envolverse hasta llegar a mí. Confieso que de niña fui muy curiosa y entre juego y juego me detenía para escuchar las conversaciones de familiares, sobre todo si se trataba de personajes misteriosos de quienes se hablaba veladamente, como en un susurro, porque me parecía que esos cargaban las historias más interesantes. Esas eran las que había que conocer.

Como el caso de una hermana de mi abuela materna, quien de joven emigró y un buen día, ya anciana, apareció a la puerta de nuestra casa, para despedirse de mi abuela porque ya tenía la muerte a sus espaldas. Esa mujer, a mediados del siglo pasado cargó con sus hijos dejando atrás al marido y se fue a vivir a Nueva York, donde creó una nueva familia con otro compañero. ¿Qué motivos habrá tenido para hacerlo? ¿Acaso un marido maltratante u ocioso, acaso no fue el hombre escogido por ella, acaso como muchos boricuas, vio un mejor porvenir para sus hijos en otras tierras? Los documentos oficiales dicen que nunca gestionó su divorcio, por lo que me imagino que era considerada una adúltera. Me pongo en sus zapatos y me veo señalada por la sociedad y mi familia, porque el hablar veladamente de ella eso es lo que sugiere. A mí su historia me parece la de una mujer adelantada a su época, que tuvo la valentía de dejarlo todo e irse lejos para construir su felicidad o al menos para vivir en paz. Esa es la historia que recuerdo. La verdadera está sepultada en el olvido, como lo están muchas otras que lentamente voy hilvanando.

Desde que comencé a investigar mi pasado (que admito todavía no he salido de mi casa a hacerlo, gracias a los jóvenes que visten de luto y corbata y andan en bicicleta por las calles de Puerto Rico) he hojeado cientos de certificados de nacimientos, bautismos y defunciones y me he percatado de que, al menos desde mediados del siglo 19, una enorme cantidad de los hijos de esta tierra eran registrados al nacer como hijos naturales, (como si todos no lo fuéramos.) O sea, que el padre brillaba por su ausencia y era la madre quien se convertía en el tronco desde el cual se desarrollaba la familia. Sus hijos llevaban un solo apellido, como debe ser, porque no hay nada más auténtico que el apellido que se lleva por la madre.

Mi bisabuelo rodeado de sus hijos y nietos  en el velorio de mi bisabuela
Mi bisabuelo rodeado de sus hijos y nietos
en el velorio de mi bisabuela

Desde ahí empezó mi intriga por mi apellido, que es el mismo de mi padre y de mi abuelo porque no fuimos hijos “naturales” sino “legítimos”. Pero al seguir escarbando, descubro a mi bisabuelo usando el mismo apellido, pero solo, y este no correspondía al apellido de su madre. Ella era una mujer negra oriunda de una isla caribeña, cuyo idioma vernáculo no era el español y aún no sé si llegó con sus padres como esclava o libre. Lo único que recuerdo es a mi abuela decir que su oficio era vender dulces en la plaza del pueblo. En los documentos en los que se la menciona, aparece a veces usando el apellido que heredé pero en otros usa el de ella. ¿Habría alguna desavenencia entre madre e hijo? ¿Por qué al momento de su muerte, es un vecino quien reporta el suceso, aun cuando vivía en el mismo barrio que su hijo? ¿Se avergonzaba mi bisabuelo de su color? ¿Cómo es que nadie me supo decir ni siquiera su nombre de pila? ¿De dónde viene mi apellido?

Ya es tiempo de que salga de mi casa a examinar lo que no se encuentra a través de la computadora, pero tendré que esperar a que el obispo de Mayagüez le dé la gana de reanudar los permisos para los investigadores.