por Aníbal Colón Rosado

Se han escrito numerosos libros y ensayos sobre el tema del epígrafe. Hoy sólo nos proponemos comentar brevemente en torno a los vínculos entre Galileo y el Collegio Romano, prestigiosa institución de la Compañía de Jesús.

Hacia 1626 los jesuitas desempeñaban su misión en 444 colegios, 56 seminarios y 44 casas formativas de la Orden. En la cima de los establecimientos jesuitas reinaba el Collegio Romano, fundado por San Ignacio en 1551, y dotado con los privilegios de las grandes universidades. En 1555 se estableció la cátedra De controversiis, cuya finalidad consistía en ofrecer una buena formación científica y espiritual en los enfrentamientos con la reforma protestante. Fue regentada por el Dr. Roberto Bellarmino, figura jesuita muy importante en el primer proceso de Galileo. Al Collegio se le conoció más tarde como la Universidad Gregoriana.

En la segunda mitad del siglo XVI se dejó sentir el influjo de la educación científica jesuita en otros institutos superiores. Los apuntes de Galileo, como estudiante de la Universidad de Pisa, remiten a las cátedras del Collegio Romano. Dicho centro docente atraía a los mejores científicos; y los educadores jesuitas que ejercían su profesión en países tan lejanos como la China, los consultaban. Fue la primera comunidad científica internacional. Entre los matemáticos, se destacaron Cristóbal Clavius, Cristóbal Gisenberg, Juan Pablo Lembo y Odo van Maelcote. A Clavius se le llamó el Euclides del siglo XVI. Las lecciones se enriquecieron gradualmente con el observatorio astronómico, la valiosa biblioteca, las  conferencias públicas y el museo kircheniano.

En 1587, a los 23 años, Galileo visitó al P. Clavius, a quien admiraba. Cuando Galileo cuestionó la física aristotélica, en el opúsculo Sidereus nuncius (1610), sus tesis revolucionarias “necesitaban el reconocimiento y el apoyo del Collegio Romano, máximo cenáculo de los sabios” (L. Sequeiros). Pablo V lo recibió con honores; y el cardenal Barberini, futuro Urbano VIII, favorecía el heliocentrismo. Tras observar las lunas de Júpiter a través del catalejo, Clavius felicitó al astrónomo pisano. Éste regresó a Roma en 1611, a fin de procurar la solidaridad de los matemáticos jesuitas y asegurar la aprobación de la curia en su lucha contra los peripatéticos. Se alegró de que, al comparar notas con los religiosos, “hemos encontrado que nuestras exposiciones concuerdan en todos los aspectos”. En un acto académico de acogida, el P. Maelcote elogió los nuevos descubrimientos y llamó a Galileo: el más famoso y afortunado de los astrónomos contemporáneos (inter astronomos nostri temporis et celeberrimos et foelicissimos merito numerandus).

Aunque los filósofos murmuraron, se comentó que el sabio recibió el consentimiento general de dicha universidad. Otros investigadores que contribuyeron a desvincular la cultura científica de los jesuitas de la física aristotélica, fueron Gregorio de San Vicente y José Biancani.
El Cardenal Bellarmino también dejó su huella en la vida de Galileo. Intelectual y observador por mérito propio, Bellarmino dialogaba con Galileo y consultaba a los jesuitas sobre los descubrimientos del “eminente astrónomo”. Conocía el sistema de Tycho Brahe y lo consideraba más afín a la doctrina religiosa.
Por su parte, Galileo se había equivocado en el caso de los cometas. El P. Horacio Grassi defendía la postura de Brahe al respecto. Asimismo, en el asunto de las mareas, los jesuitas acertaron, mientras Galileo caía en el error.

Según V. Messori, Galileo no tenía pruebas a favor de Copérnico; y la única que aportaba era totalmente errónea. Los cardenales Bellarmino y Baronio se declaraban dispuestos “a atribuir a las escrituras (cuya letra parecía más en sintonía con el sistema tolemaico) un sentido metafórico”, por lo menos en las expresiones que las nuevas hipótesis astronómicas pondrían en entredicho; pero sólo cuando los copernicanos fuesen capaces de aportar pruebas irrefutables. Y estas pruebas no llegaron hasta un siglo más tarde.

©Aníbal Colón Rosado