Sacando el día

rebeca-hasting.

Es mediodía. Observo a mi hijo menor, que está jugando pelota. Del deporte sé muy poco, pero no puedo evitar admirar la delicada coreografía del juego, y ésta me lleva a pensar en la igualmente delicada coreografía de movimientos y acciones que se conectan y redundan en este pedacito de “vida normal” que con tanta naturalidad se despliega frente a mí: el calendario; la transportación; los esfuerzos para que el pequeño jugador quiera, en efecto, jugar; las comidas; los uniformes; la socialización.

Le han puesto el uniforme de catcher, y sé que tiene calor, porque la temperatura está sobre los cien grados y el sol está alto en el cielo. Pero el niño dobla las rodillas, fija su vista en el pitcher, captura la bola, se incorpora, devuelve la bola…Para llegar hasta este momento tan simple, tan poco extraordinario, hubo que practicar un poco con el muchacho para que no empezara demasiado atrasado (porque aquí en California le ponen el bate y la bola a los nenes en la mano desde los tres años, y lo de practicar le toca a mi esposo porque de eso yo, como de tantas otras cosas, no sé ni jota), buscar información en línea sobre las pequeñas ligas, ir a las reuniones, crear un equipo, construir un horario, conversar con naturalidad (con la que pueda) con otras madres y padres durante los juegos, recoger las bases, cepillar la arena, negociar desacuerdos…

En fin, que cualquier cosa “normal” y cotidiana que logramos requiere cierta habilidad, ciertos recursos, cierta gracia, y es maravilloso cuando lo logramos, pero no siempre lo logramos. O al menos yo no siempre lo logro. De hecho lo logro con poca frecuencia, y cuando fracaso en esa gestión de crear cotidianidad me pongo muy triste y pienso en mi madre, Teté, en lo pesada y difícil que siempre le resultó la vida diaria.

Esta mañana, antes del juego, estuve leyendo La piel del cielo, de Elena Poniatowska, y allí me encontré con las mañanas de Florencia, la granjera, un personaje hermoso y simpático a quien le cobré cariño de inmediato. “Florencia”, dice la autora, “investía las labores matutinas de la huerta con un ritual exacto que las sacralizaba; Nada más importante que hacerlo bien, sacar el día adelante.”

“Ritual exacto…sacar el día adelante…” Leo y releo la oración, en parte porque es una hermosa oración y las oraciones hermosas me pueden, pero en mayor medida porque denuncia la aflicción que provoca mi empatía con Teté. Quiero decir que con frecuencia me cuesta mucho eso de “sacar el día adelante”. Que lo que me aqueja no es tanto incompetencia –porque en el trabajo “trabajo”, ese que hacemos para subsistir, me ha ido generalmente bien–, sino otra cosa, más bien asociada al ámbito de lo doméstico. Que reconozco que vivir, que vivir intensamente, que vivir feliz, tiene mucho que ver con esa capacidad para “sacralizar” lo cotidiano, para “hacerlo bien”, para agarrar al día y sacarlo adelante. Que en estos días, esa capacidad la tengo que cultivar mucho, y un tanto cómicamente, por escrito, escribiendo mientras escribo, llenando el margen de notas como “cuando termine este párrafo voy a picar cebolla”, para lograr sacar adelante, mínimamente, mi día. Que a veces recuerdo y reconozco la ausencia casi absoluta, y en todas las esferas, de esa capacidad en Teté, quien pasó buena parte de mi infancia acostada boca abajo en el colchón, debajo del mosquitero, dejándonos, impotente, a la merced de calamidades varias: hambre, violencia, pobreza, enfermedad.

Por la noche, después del juego de pelota, recuerdo a Florencia la granjera durante un agradable momento de normalidad doméstica. Estoy guardando ropa limpia en los cajones del cuarto de mi hijo. Hablo con él, bromeamos, paseamos a la perrita, hablamos un ratito más mientras nos comemos algo juntos… Es un pequeño logro hogareño, uno de esos instantes en que de repente las tareas que otras veces me resultan pesadas, intrincadas, incomprensibles, se bañan con la luz de mi cachorro y se me presentan llevaderas, agradables, posibles y hasta naturales. En esos momentos me distancio de Teté y de esa parte de mí que no sabe qué hacer o qué hacerse frente a las demandas de la cotidianidad. Cuando piso o traspaso las fronteras de la incompetencia doméstica, me acerco a Teté, me acerco al entendimiento azul que nos regala, generosa, la tristeza. Me acerco tal vez hasta al arte mismo, a su posibilidad hecha palabra, pero me alejo de los míos, me alejo de la vida.

Florencia me inspira–y es que, tal vez como tú que me lees, suelo buscar respuestas a mis “issues” no tanto en la psicología como en la literatura–a reanudar mis esfuerzos por forjar una rutina, diaria y sencilla, que me permita atender mínimamente el cuerpo, la familia, la casa y el alma. A veces me pregunto si, entre aquellas que logran sacar su día adelante, habrá acaso dos tipos de personas (que también podrían ser dos modos de estar, incluso en la misma persona): las que se dedican a buscar la novedad que las saque de la rutina, y las que, como Florencia, forjan y sacralizan su rutina con amor. Sospecho que, al menos últimamente, quiero ser de las segundas.

Sospecho también que al final, ambos modos de estar son formas un poco supersticiosas de no postrarse, de espantar a la muerte, de rozar la eternidad.

Rima Brusi

Nota: Publicado anteriormente en Claridad y en 80GRADOS