Mientras esperaba en una oficina de gobierno, vi llegar a una señora, bastante mayor, con su hija. Al parecer vivían juntas. La hija sentó a su mamá a mi lado y se fue a hacer gestiones. Comenzamos a conversar. Tenía 91 años, era extremadamente linda y educada. Hablamos de historia y le enseñé una foto de Mamá Merín. La ancianita parecía estar muy a gusto con la conversación, hasta que su hija abnegada nos interrumpió:
-Mami, nos vamos.
—Pero… ¿para dónde?
– Mami, que nos vamos.
—Pero… ¿para casa?
-¡Ay, ya deja la preguntadera! Vente, mami.

La viejita no podía levantarse sola.

— Ah, ¿ya me voy? Es que ella y yo estábamos conversando mucho (sus ojos me miraron con agradecimiento).
–Ah, pues ¿qué quieres? ¿te dejo con ella?

La hija le hizo la pregunta con un tono grotesco.

La señora, sin poder y con mi ayuda, se levantó, me dijo: “encantada”, con ojos brillantes y una sonrisa inocente permanente; pero fugaz, porque su sangre la agarró y de un tirón la alejó de mí.
No pude contener unas lágrimas pasajeras, pues en aquellos minutos, también fui sometida a la soledad de la vejez.

©Lucia Cruz