Mi hijo llegó de la escuela un día y me dice:

—Mami, tengo que escribir un cuento para la clase de español.

—Pues manos a la obra mi’jo, tome lápiz y papel y siéntese al escritorio. No pare de escribir hasta que haya escrito lo que le dé la gana.

Horas más tarde, mi hijo me entrega unas cuantas hojas de papel y nos pide a su padre y a mí que leamos lo escrito. Su padre, quien leyó el cuento primero, le dijo al finalizar la lectura:

—Lo que se heredaninoescribiendo1929p no se hurta, creo que en esta casa hay más de dos escritores.

Cuando me tocó a mí, quedé tan sorprendida como mi marido. Le señalé algunos errores ortográficos y mi hijo se fue contentísimo a corregirlos.  El orgullo le salía por los poros.

Al día siguiente, mi hijo llegó llorando a la casa.

— ¿Qué te pasa hijo? ¿Estás enfermo? ¿Te ha pasado algo?– Fueron algunas de mis preguntas.  Entre sollozos comenzó a narrar lo siguiente.

—Yo se que tu no escribiste ese cuento porque yo estudié con tu mamá en la universidad y sé que eso lo escribió ella, –me dijo la maestra.

Temprano en la mañana me dirigí hacia la escuela. Una vez allí pedí hablar con la maestra y la directora del plantel escolar.

—Me enorgullece que usted piense que la tarea de mi hijo la escribiera yo, eso demuestra que el cuento es muy bueno, pero usted no tiene vocación de maestra. Devuélvame el cuento porque no es digna de tenerlo en sus manos.–

—O, y que sea la última vez que usted le haga pasar ese trago amargo a cualquier estudiante que intente escribir, –añadí furiosa.

Años más tarde la maestra de español dirigía un plantel escolar y mi hijo jamás volvió a escribir un cuento.   Ahora es poeta.


©María del C. Guzmán

Ilustración: “Niño escribiendo” 1929, de Angel López-Obrero