Bueno, a esta hora del cinco de enero, hace, 56 años, estaba mirando al divino cielo desde la calle Coamo, en Santa Isabel, Puerto Rico.
Miraba la magia de la constelación de los Tres Reyes. Venían bajando. Yo sabía que iban a venir con los regalos que había pedido, pero a su manera.
Todavía en casa estaba la venerable hermana de mi madre, Raquel y sus tres hijas. Elga, Sheila y Silka. Mi padrino Toño, su padre, cantaba las mirlas en el callejón Zin Zin, con Don Enrique y Don Lole.
Ellas hablaban, sin cansarse horas y horas, velando que nosotros los hijos de Vidalina: Priscila, Erasto Jr. y yo nos durmiéramos, para que los Reyes realizarán la magia.
Ese año no esperaba mucho de los Reyes, pues le había rajado la cabeza tres veces a mi vecino, había peleado más de diez veces, y le había hecho muchas maldades a la tía Segunda, que venía los domingos y por su culpa me quitaban la mestura del plato. Los coquíes se dormían y el pesado sueño llegaba de repente.
El día de Reyes, ilusiones, fantasías, alegrías y desconsuelo. La Epifanía se había materializado nuevamente. El más grande de los días, la gran misericordia de Dios se había olvidado de las travesuras y las malas notas. Frente a nosotros estaban los regalos y con ellos la algarabía de la más grande felicidad que he sentido jamás.
Gracias, madre, gracias abuela, gracias Raquel, por continuar despiertas para abrir la puerta al milagro de los tres Santos Reyes.
©Reinaldo Zayas Nuñez