El sonido de las gallaretas ensordeció a Juan Cholo mientras hacían el ritual del amor sobre las palmeras del caño. Ese día Carmelina sujetaba el saco de jueyes mientras él levantaba las nasas.
— ¡Trae el saco que cogí uno grande!— le pidió a su novia mientras le pisaba las bocas al juey agarrándolo por el casco.
— ¡Diantre! que aparato, las bocas son mías.—musitó la muchacha mientras abría el saco de jute.
— Lo que tú quieras melao,— contestó.
En ese mismo momento los pájaros del mangle comenzaron a agredirse por aquella blanca gallareta. El cielo soleado se había transformado en una sombra de nubes inusualmente obscuras, presagiando la llegada de aquella primavera que se cubría con los cantos y los aderezos de las aves. La brisa de las mareas con el cantar y el trinar debajo del dorado crepúsculo aceleró el ritmo del corazón de los jóvenes, siendo testigos de aquel éxtasis del Salimar. El último grito ensordeció al padre de Carmelina, que vivía en una choza en el caño. Tunda venía corriendo con un machete cortando malezas y bambúes hasta llegar al lugar.
—Mija. ¿Qué está sucediendo aquí, por qué gritas?—Preguntó preocupado.
—No fui yo fue esa blanca gallareta,— dijo señalando al ave.
— ¡Juan Cholo! —exclamo Tunda.
El negrito se quedo estático mirando dentro del saco hasta que habló y dijo.
—Se me escapó un juey palancú. Mire a ver si lo atrampilla en esa cueva; y soltando el saco se fue corriendo del susto.—
©07/14.2009 Edwin Ferrer