Llegaba el mediodía y salía corriendo, junto con la muchachada, en una manada de espectros inocentes. El maltratado camino, entrelazado con tierra y asfalto, nos recibía húmedo y las montañas se entretenían con alguna neblina. Dejábamos la escuela sin almorzar; sin alimentar el cuerpo, para llegar hasta la “Iglesia Vieja” y allí dar de beber al espíritu con una “tinta negra”. Las puertas de la modesta capilla estaban abiertas de par en par, como una madre en espera de sus hijos. El pasillo bendecido me dejaba desfilar en la penumbra y al final estaba ella.Llegaba el mediodía y salía corriendo, junto con la muchachada, en una manada de espectros inocentes. El maltratado camino, entrelazado con tierra y asfalto, nos recibía húmedo y las montañas se entretenían con alguna neblina. Dejábamos la escuela sin almorzar; sin alimentar el cuerpo, para llegar hasta la “Iglesia Vieja” y allí dar de beber al espíritu con una “tinta negra”. Las puertas de la modesta capilla estaban abiertas de par en par, como una madre en espera de sus hijos. El pasillo bendecido me dejaba desfilar en la penumbra y al final estaba ella.
Yo la observaba con curiosidad; con millones de preguntas tratando de explotar por mis inquietos cuatro ojos. Con su mantilla, blanca en este recuerdo, inmersa en la devoción campestre, encerraba todo el silencio, pues la calle, por esos días, permanecía muda. Se acababan las parrandas y los bailes debían ser suspendidos, para evitar imágenes llorosas, cirios encendidos de insólitas maneras y piernas secas por incitar al ruido.
La mano santa de doña Panchita se convertía en pincel divino, en arcoíris perfecto, para pintar una cruz. Esa imagen me brindaba aliento y la certeza de que “la pintura” era de paz. Aunque era parte de una aventura pueril, pues no conocíamos en detalle de lo que se trataba y hasta hacíamos competencias de las líneas más visibles, para todos era orgullo recibir esa señal. Mi frente era un llano cubierto de rocío, con una parte de la oscuridad del cosmos que cayó al vacío, para mostrarme que soy del mismo material de las estrellas.
©Lucía Margarita Cruz Rivera
Incluido en su libro Los que mecieron mi cuna