No puedo dormir.
Atravesada entre los párpados
tengo una mujer,
secreta mujer,
tan sol y tan luna
que abre mis ojos y me obliga a ver
mi desventura y mi fortuna.
Y no me deja dormir
esa mujer,
esa secreta mujer.

Secreta mujer/Letra: Eduardo Galeano y J. M. Serrat; Música: J. M. Serrat

La luz del foco en el alambrado eléctrico se colaba por la ventana de dos hojas a medio abrir para caerle en los ojos y abortarle el sueño. Viró el cuerpo para huir del resplandor que amenazaba con mantenerlo despierto toda la noche y se encontró con el rostro en penumbras de la mujer que dormitaba. Lo contempló en silencio y la idea de poseerla le encendió una hoguera en el pecho. Recorrió sus formas con la mirada y ella sintió el ardor de sus ojos en su cuerpo desnudo.

-Ahora no. Tengo mucho sueño -le suplicó en un susurro que más que un rechazo pareció una incitación.

El sintió una orgía de emociones galopándole por las venas al posar su mano en aquel vientre plano, cuya dureza se le asemejaba tanto a la del guayacán.

De lo más alto del despeñadero, Manuel contemplaba las aguas mansas del río, deslizándose por los pedregales hasta perderse allá donde la distancia dificulta la vista. Sólo el silbido del viento arremetiendo contra las copas de los árboles, barranco abajo, llegaba hasta sus oídos. Todo lo demás era silencio. Calma.

-No sabía que también a ti te gustaba este lugar -sintió la voz de Margarita quebrantar su ensimismamiento y quedó sentado de un golpe, con la mirada en desorden.  Indefenso casi.

-¡Diantre! -reaccionó ella en carcajada- Ni que fuera yo tan fea que mi presencia te causase tanto espanto.

Pero no era aquello lo que con tanto sobresalto lo había sobrecogido, sino lo otro…

-¿En qué pensabas? -le preguntó ella.

-¿A qué te refieres? -contestó él arrastrando las palabras porque Margarita siempre le distorsionaba el habla.

-Tonto… -le dijo arqueando las cejas y dibujando una sonrisa que llevó agudezas de placer a su cuerpo- ¿En qué pensabas cuando mirabas barranco abajo?-

-No sé -le mintió.

Y se tendieron boca abajo para observar el cauce del río.

-Sabes -dijo ella, mirando las aguas que nerviosas avanzaban-, yo pienso que el río tiene un lenguaje muy hermoso. Como el de los niños cuando todavía no saben hablar.

Manuel contempló su cuerpo de amapola bañada en rocío y ya ni el silbido del viento galopando sobre la cresta de los árboles, ni las aguas del río corriendo por entre los peñascos cautivaban su atención. Ahora eran otras urgencias las que minaban su organismo y un temor angustiante de no poderlas controlar.

Los rayos del sol matutino iluminaron de un todo la habitación y con el despuntar del alba su mundo real -¿O sería el imaginado?- lo dejó con un peso de amargura en la mirada y una extraña sensación en los labios, como el sabor agridulce del jovillo madurado a destiempo.

El día avanzaba con precipitación de potro cerrero engullendo vientos… Más allá de Los Algodones, donde las aguas mansas del río se confunden con la grisácea brumosidad de la distancia, el horizonte pintaba un cielo achacoso. Como anunciando tempestades.

-Parece que va a haber barrunto -comentó don Nicodemo.

Manuel levantó la vista para encontrarse con el cielo atiborrado de nubes.

-El agua le vendrá bien a la cosecha -afirmó.

-El agua sí -masculló el viejo-. Pero lo que viene con el agua son vientos de tormenta.-

Manuel no le hizo caso. El abuelo siempre piensa calamidades, pensó. Y se fue, monte arriba, en dirección al acantilado.

-¡No te retengas en la piedra! -le gritó el anciano. En la altura el viento siempre arrecia más fuerte, pensó decir. Pero no lo dijo. Se limitó a seguirlo hasta perderlo en la vegetación que se lo tragó, dejándolo a él acá en un lapachero de emociones que le hizo un charco en los ojos.

Acostada sobre la superficie volcánica del escarpado, Margarita dibujaba fantasías en el fondo del río parturiento. Manuel la observaba en silencio. Pero ella sintió su presencia y volvió el rostro para encontrarse con el suyo.

-¿Qué haces ahí parado como un bobo?-

Su voz le desnudó el alma.

-Acércate -le dijo ella, entonces- para que veas al río corriendo como borrego asustado.-

De nuevo la angustia de no poder controlar sus emociones lo acosó. Fue adonde ella y se limitó a mirar el avance del río, enfermo en sus entrañas.

-Perdona lo de anoche -le susurró ella al oído-. Tenía tanto sueño.

Aquello le renovó las fuerzas. Pero de nuevo volvió a lanzarlo al precipicio:

-Parece que va a haber tormenta -le comentó ella, bajito.

-El abuelo dice lo mismo -alcanzó él a decir sin percatarse que ya todo se había desvanecido-, pero él sólo piensa calamidades.-

-Y tú, Manuel, ¿en qué piensas?-

La voz ronca de don Andrés, el mayordomo de la central, lo sacó de sus cavilaciones para ubicarlo en esa otra realidad, menos angustiante, menos comprometedora, a la que él ya no quería regresar.

-No sabía que usted andaba por estos escondrijos.

-¿Con quién hablabas, Manuel?-

-Pensaba en voz alta, nada más.-

Don Andrés, lo miró, incrédulo, por lo que él condujo la conversación por otros vericuetos:

-Parece que se avecina mal tiempo.-

El mayordomo afirmó con la cabeza y antes de que éste lograra darle forma a un pensamiento, él lo atajó, diciendo:

-Es mejor que baje al llano para ayudar al viejo con la tormentera.-

Pasándole la mano al cuello de la bestia que nerviosa resoplaba, don Andrés lo vio desaparecer monte abajo, como huyendo de una realidad más devastadora aún que la tormenta, cuyas ráfagas comenzaban a sentirse por entre los pedregales del abismo.

El viento castigaba con enfurecimiento las macizas paredes de la tormentera y las planchas de cinc viejo, mal clavadas en el techo, lloriqueaban ante la violencia sin nombre que las azotaba. Acurrucado en una esquina, el abuelo miraba el rostro taciturno de nieto, mientras afuera, la naturaleza en desorden, emitía alaridos de alucinado que se transformaban en voces incoherentes.

Sin decir una palabra Manuel abrió la puerta del refugio y el viento enloquecido hizo vibrar sus paredes desde los cimientos.

Oyó la voz de Margarita, llamándolo:

-Ven Manolito, para que veas al río enfurruñado con las piedras porque le quieren robar su fuerza.-

Don Nicodemo, con los músculos crispados de angustia e impotencia, se bebió las lágrimas al ver al único retoño de Margarita, su difunta hija, alejarse monte arriba, en dirección al despeñadero, desafiando la tempestad.

© Josué Santiago de la Cruz