La policía lo iba persiguiendo. Se oyeron dos disparos. Quedó como en una nube, suspendido en el aire. El carro rodó barranco abajo estrepitosamente hasta caer destrozado en el fondo.

En aquel instante, un tropel de recuerdos pasó por su mente. El coro de llantos en el hospital municipal, la infancia en el caserío, el tedio de la escuela, la pobreza,  su  juventud azarosa, las privaciones, el menosprecio social, los panas callejeros  y su primer cigarrillo de marihuana.

Recordó a su madre, maltratada por su padre alcohólico. Las veces que tuvo que llevarla malherida al hospital. El abandono del hogar por parte del padre y luego su inesperado regreso.  El fatídico día que tuvo que matarlo. El proceso judicial, la alegación de defensa propia en la variante de defensa de su madre. Su absolución.

Su padre fue la primera víctima en su larga cadena de asesinatos.

Recordó su primer amor.  Aquella linda flor silvestre del caserío  de cuerpo cimbreante a la que le dio toda su vida. El primer beso francés que depositó en su bien contoneada boca.  El primer y único embarazo de su amada. El niño natimuerto por causa de la droga que desgastaba el cuerpo materno.

La desilusión de ambos fue tal que los hundió más en la drogadicción. Entonces para satisfacer su vicio se alquiló como gatillero, oficio que lo llevó a la cárcel por largos años.

En la cárcel se entero del engaño y muerte de su amada.  Se hastió de la vida. Vivir o morir no significaba nada para él. Solo quería salir del encierro para seguir matando.  Era su desquite contra la injusticia, contra la sociedad que lo arrinconó.

Al salir de su repaso histórico se sentía flotando en el espacio silencioso, sin peso, como una pluma llevada por el viento, sin rumbo fijo. Abajo el valle y más lejos la costa.

Cuando miró hacia el barranco vio su cuerpo destrozado. 

©Edelmiro J. Rodríguez Sosa, 1° de marzo de 2010.