Me encontraba de momento con la mirada fija en aquella escalera, esperando la visión de su silueta flotando entre el humo de cigarrillos, abriéndose paso entre la multitud.

De pronto volví a la realidad, la mano de un caballero extendida invitando al baile, la música estridente que hería mis oídos, las risas, el calor de los cuerpos aglutinados. Sentía mi pecho latiendo en total descontrol. Sudaba, bailaba sin sazón. Contestaba las preguntas de siempre, mi nombre, de dónde era, en qué trabajas… Me pesaba el ánimo ante la espera y a la misma vez un hormigueo en mi estómago me enloquecía.

Arrastrando la sonrisa hasta que él llegaba. Entonces: se detenía el ruido y la música era una lluvia refrescante de notas, como si los querubines sustituyeran a los músicos. Arpas y violines del cielo. Mi paso se transformaba en suave vuelo de paloma. Un rayo de luz en mi pecho nacía al estallar los latidos. No había nadie en el lugar tan guapo como él. Se acercaba y su perfume era la droga que estimulaba mis sentidos.

-Buenas noches.

Esa voz que me provoca, la mirada que me enciende y el perfume que me hala como un imán.

-Pero, ¿qué tiene que te emboba? No es alto, parece un mono, tiene ojos de gato sato y es un engreído. ¡Mira como sólo te saluda y lo sigues!

Pensándolo bien tiene piernas flacas, nariz fea, no es atlético, su pie es pequeño y es calvo. Pero cuando pongo todas sus partes juntas… ¡Ay! Bien lo dijo quien lo dijo: Hombres, raza maldita, pero que buenos son cuando se necesitan.

©Marinín Torregrosa Sánchez