Los crustáceos, en este caso los jueyes, abundan en las costas y algunos ríos del Golfo de México, el Mar Caribe y en la isla de Bermuda. Los pueblos costaneros del archipiélago puertorriqueño se han beneficiado de esa abundancia por las maravillosas leyes de la naturaleza. Debido a ellas, cada verano es la temporada de pescar jueyes en Salinas.  En el pasado ese era el tiempo de las afamadas corridas de jueyes.

Desde las islas cercanas a Tierra Firme los jueyes se unían entre sí formando una gran bola que era arrastrada por las corrientes marinas y las olas hasta las Antillas.  Una vez hacían contacto con las orillas antillanas se dispersaban y se internaban en el hábitat formado por manglares, humedales, poyales, cuevas de  jueyes vacías, cañaverales  y estuarios en las bocas de los ríos.

El arte de pescar jueyes requería un equipo que incluía un machete fino largo y puntiagudo llamado perrillo, una pala de corte, un saco y alguna trampa.   Además requería un jacho para alumbrar la oscuridad de las noches. Esa antorcha consistía de una botella con gas a la que se le insertaba un mechón de tela. Tampoco podía faltar la merienda para mitigar el hambre que producía la amanecida.

Los lugares donde más abundaban los jueyes y los sitios preferidos para ir en su caza eran:

El área que incluía Los Poleos, los terrenos junto a la Ceiba, los caños que nacían en  La Margarita, incluyendo la neverita, la boquita y la desembocadura del Río Abey.

La zona del Estero, Punta Arenas y Las Mareas

El Guay en Aguirre y la Zanja de Filio en San Felipe

La pesca nocturna de jueyes era todo un complicado proceso.  Por  lo regular, asistíamos al Teatro Monserrate la noche seleccionada para ir de pesca.  Luego de salir del cine nos vestíamos como si fuéramos  para un carnaval: camisa de manga larga, pantalón largo amarrado a los tobillos, tenis viejos o botas largas y gorra o sombrero.  Con esa vestimenta y el equipo de pesca comenzábamos la caminata a pies por  “La ruta jueyera.”  Usualmente la ruta incluía La Carmen, Playita, EL Estero, Punta Arena, Las Mareas y Aguirre. Ibamos con la esperanza de que la expedición rindiera bueno frutos, cosa que casi siempre era así.

La pesca de jueyes nocturna me trae a la memoria un anuncio de televisión.  Era sobre una marca de baterías.  En el anuncio aparecían dos personas intentando pescar jueyes.  Una de ellas usaba un flashlight para localizar los jueyes en la oscuridad de la noche. Al enfocar un juey, uno de decía al otro: “¡ciégalo Toño, ciégalo!” Claro, si la linterna no usaba la marca de baterías recomendada se desvanecía la luz y el juey escapaba.

En aquellos tiempos se pescaban jueyes grandes: los famosos palancú.  El caparazón de los Palancús llegaba a medir hasta seis pulgadas de diámetro.  Desgraciadamente hoy casi no existe ese tipo de juey  por la sobreexplotación de la pesca, la destrucción del hábitat, los herbicidas aplicados en los cañaverales y las trampas.  Todas esas razones evitan el desarrollo pleno de estos animales que tardan hasta 13 años en llegar a la adultez.  Solo quedan los recuerdos de antaño recogidos en el anecdotario salinense.

Precisamente hay  una famosa anécdota que es “vox populi.”  Iniciada en el siglo 20, ha pasado de generación en generación hasta formar parte del folclore salinense.  Pensando en su difusión por escrito se las narró a continuación.

En una barriada localizada junto a la vía del tren y los cañaverales estaban reunidos unos vecinos dialogando sobre sus aventuras durante las corridas de jueyes. Unos y otros narraban sus andanzas como pescadores de jueyes y no faltaba quien exageraba los hechos.

Carlos, uno de los presente, contó que una vez pescó un juey  tan y tan grande que para llevarlo a la casa tuvo que amarrarlo con una soga gruesa de 25 pies.  Para poder acomodarlo en el patio de la casa fue necesario romper  la verja.  Al rato de haber sido acomodado en el patio sonó el agudo silbido de la locomotora núm. 8 que se aproximaba a la cambija desde Los Poleos.  El crustáceo se asustó y logró soltarse.  En su huída invadió rieles de la vía y con su enorme palanca, reforzada con sus diez patas, inmovilizó al tren que venía arrastrando 15 vagones cargados de caña.  Sin embargo, debido al  incidente, el pobre crustáceo quedó maltrecho y lo sacrificaron.

Para cocinarlo lo hirvieron en la cambija, arca o tanque de metal donde se almacenaba agua para suplir a las locomotoras de vapor que utilizaba la Central Aguirre.

Se organizó una gran fiesta a la que fue invitada toda la comunidad. Para la celebración se  confeccionaron exquisitos platos que ahora serían la envidia del restaurante Manuel, el de los jueyes gordos.  Los asistentes pudieron saborear manjares como: asopao de jueyes, arroz con jueyes, salmorejo de jueyes. Además, tostones rellenos con carne de jueyes, así como croquetas, piononos y empanadillas de jueyes.   Todos esos platos fueron acompañados con guineos y viandas.

Para sacar la carne de las patas usaron un pequeño cilindro, de los que utilizan para compactar el pavimento de las carreteras y un marrón de veinte libras.

Después del festín las palancas las usaron como arados en los cañaverales y el casco se convirtió en la piscina de los chicos del vecindario.

No bien había terminado de hablar Carlos cuando otro vecino inquieto se apresuró a comentar que en una noche de pesca en Las Mareas, él y su hijo, capturaron jueyes hasta llenar dos lonas,  de las que acomodan 200 libras de abono.  Caminaron con las lonas a cuesta y cuando llegaron a la carretera núm. 3 las vaciaron para segregarlos en hembras y macho, sin que se escapara ninguno.

Estos relatos dejan algunas interrogantes en el tintero.

¿Qué suerte le deparó la vida al que se comió el primer juey?

¿Sería el enorme juey de la anécdota el primer dinosaurio dócil puertorriqueño?

¿Acaso el intento del crustáceo de descarrilar la Máquina núm. 8 fue una protesta laboral contra la Central Aguirre?

Tengo un amigo, del que no sé nada hace años, al que le decíamos cariñosamente “el crustáceo soñoliento.” Al leer este escrito se acordará de mí. ¡Tapo!, por si acaso.

©Félix Ortiz Vizcarrondo
Edición de SRS