Escucho quejas de que en Puerto Rico ya casi no existe música folklórica. Que la música nacional está en peligro de desaparecer por falta de apoyo y auspicio. Que la influencia de ritmos extranjeros o a la falta de interés de las generaciones jóvenes en sus tradiciones amenaza con extinguirla. Como respuesta a esas interrogantes se promulgó la llamada Ley de Música Autóctona. Se origina como un intento de asegurar participación justa y razonable a los que cultivan los ritmos nacionales frente a aquellos que interpretan “ritmos extranjeros”. Y digo ritmos extranjeros entre comillas porque parte de las quejas responden a preocupaciones sobre la manera correcta de definir lo que es música autóctona. La susodicha ley (cuyo proceso de aprobación se vio envuelto en controversia precisamente por las diferencias de opinión en cuanto a definir a qué exactamente nos referimos al hablar de música autóctona) ha puesto sobre el tapete aspectos extra-musicales que no solo reflejan sino que afectan directamente la manera como vemos el papel que juega la música en nuestro diario vivir.![]()
Sin entrar directamente en lo que pretende o no la Ley de Música Autóctona, y dejando de lado el complicado tema de si la salsa/son y el bolero son géneros cubanos o puertorriqueños, la realidad es que la formalización de un instrumento legal para “la contratación de músicos o agrupaciones de Música Autóctona Tradicional Puertorriqueña”, responde a planteamientos hechos por sectores que sienten que el apoyo para estos géneros es nulo. Pero la pregunta clave, que no he oído a nadie haciendo, es por qué se da esta falta de apoyo. ¿Qué sucede con estos géneros que se necesita de leyes que aseguren su exposición pública?
En un principio, el folklore es un medio por el cual se manifiestan tradiciones. Las tradiciones, podemos argumentar, son siempre reflejo y manifestación de una cultura; mientras más grande el número de personas compartiendo una cultura (esto es, las mismas tradiciones) más fuerte su folklore. Cuando hablo de fuerte no me refiero a calidad; el argumento aquí no es si esto es bueno o malo. De hecho, podemos encontrar antropólogos a cada lado del asunto: los que dicen que toda expresión de pueblo posee, de manera inherente, una calidad suprema que nadie debería juzgar so pena de caer en prejuicios (hay muchos para escoger: racismo, clasismo, determinismo geográfico, etc.); y los que opinan que, las expresiones culturales evidencian también el desarrollo intelectual del grupo (en este lado están los que piensan que aunque la mutilación genital es un ritual cultural en Sudán, no es necesariamente algo bueno). La música autóctona de un país es parte de ese cuerpo de tradiciones culturales que denominamos folklore. Cuando muchas personas se identifican con una expresión cultural autóctona, esta tiende a durar y a desarrollarse más. La samba, por ejemplo, ha tenido una vida mucho más larga y popular en el Brasil que lo que ha tenido el ritmo pilón en Cuba.
Es obvio que hay variedad de razones por las cuales unos géneros obtienen más popularidad que otros. La cantidad de personas patrocinando un género particular es solo una razón, entre muchas posibles, para su popularidad; como todo buen investigador sabe, las relaciones directas de causa y efecto no siempre son fáciles de probar. Pero no creo descabellado pensar que los ritmos autóctonos, en especial aquellos que nacen de tradiciones asociadas con zonas geográficas específicas, pierden fuerza y divulgación según el público receptor se mueve y se diluye socialmente.
El movimiento del campo a la ciudad en Puerto Rico provocó ese fenomeno en la bomba. Los ritmos de bomba, en su origen, se cultivan en zonas donde la concentración de puertorriqueños negros era más numerosas de lo que es actualmente. El perfil de un bombero típico es el de una persona que no existe en el Puerto Rico de hoy. Desaparecieron las zonas cañeras y las comunidades de obreros-músicos donde se incubó ese ritmo. Según fue desarrandose el País, el cemento, es decir, la modernindad fue arropando la isla y los elementos que producían esas tradiciones se diluyeron. Ya no están ahí. El desarrollo urbano implica un cambio social que afecta no solo las rutinas y dinámicas diarias de la gente pero también influye en lo que las personas escuchan e imitan. Cuando profesionales sociales señalan que la ciudad hace verse igual a todo el mundo, que se da un proceso de uniformidad en los hábitos de los ciudadanos, se refieren implícitamente a que recibimos mensajes que abarcan a todos. Los expertos en mercadotecnia le llaman a esto demographic targeting, es decir, el sector demográfico al que esta dirigido una programa de mercadeo. Y es aquí donde entra lo comercial, la música popular que escuchamos en los medios y que al tratar de apelar a la mayor cantidad de receptores posibles, suplanta en el proceso las tradiciones.
Vamos aún más lejos: el desarrollo urbano experimentado por la isla en las últimas décadas ha hecho mella en el arraigo de la música jíbara. Menos gente patrocina la música jíbara. Por lo tanto se promulgan leyes para protegerla. Sin embargo, Puerto Rico sigue produciendo música campesina de alta calidad precisamente porque los que la cultivan todavía están conectados con las tradiciones y el entorno original (piénsese en Edwin Colón Zayas, las competencias de trovadores que hacía la Bacardí, Andrés Jiménez “El Jíbaro”, los interpretes de Decimanía). No es casualidad que Edwin Colón Zayas todavía radique en Orocovis. No es coincidencia que Corozal y Naranjito, entre otros, sigan produciendo trovadores. Y no es probable que Victoria Sanabria sea la trovadora excepcionalque es hoy en día si en vez de pasar su niñez en el Pueblito del Carmen se hubiese criado en San Juan. No se le puede pedir a un muchachito de Country Club que improvise décima espinela si lo que ha escuchado toda su vida es reggeatón. Y no es ilógico deducir que si en San Juan y en otras áreas metropolitanas hay más gente que en Barranquitas, la música que se escucha en la urbe será más popular que la del campo. Aunque la del campo sea la que refleje la tradición, el folklore.
Edwin; Gracias por el comentario. Entiendo tu punto y hasta en cierta forma lo comparto. Mi preocupación al respecto es que aún si tienes recursos, eso no te asegura el que se va a generar un interés y un público que te patrocine consistentemente. Muchos salseros, merengueros y baladistas han publicado trabajos y no pegaron. Aún cuando tenían apoyo económico de disqueras. Otros tuvieron más suerte con el público. Mi punto es que, desde el punto de vista comercial, si hubiese miles de personas como tu, patrocinando al músico pueblerino que le llega al corazón, la televisión los buscaría. La música es lo que en inglés llaman un commodity; siempre ha sido una empresa de oferta y demanda. Lo que he tratado de exponer es por qué no se da esa demanda con la música autóctona.
Saludos. ¿Existe forma de compartir esta entrada en Facebook? Me parece muy buena y quisiera poder compartirla, pero no veo el botón para hacerlo.
A veces lo que sucede es que las personas que originaron estos ritmos no tenían recursos para elevar su arte y el que lo tenia se aprovechó de ello. En todos los pueblos hay mucho talento, el problema de hoy día es que la música autóctona la controlan los intelectuales y políticos y se ve en el equipo que usan y la presencia en los hoteles. En P.R. hay una dinastía de artistas que solo la muerte los puede bajar de los guisos buenos. Mi opinión es que la gente pueblerina que no ha subido a los escenarios y tienen talento me llegan al corazón como lo mas autóctono que hay. “La bomba del coquí”, “La plena de la cantera”. Ninguno de esos viejitos fueron a la televisión; “y a la berdegueée, a la berdeguée, mi mamá no quiere que yo vaya a la berdeguée”. Así fue; nunca le dieron la oportunidad de ir a la berdeguée.