Dios creó el universo.  Plantó la semilla de la vida en el planeta Tierra y dejó que se desarrollara sin prisa, naturalmente, sin su intervención directa.

Un día perdido en la historia, un homínido dejó de serlo. Despertó de la  noche del gorila y al hacerlo adquirió conciencia de sí mismo. Había nacido Adán.

Desde lejos El Creador lo contemplaba con infinita ternura.  Lo había modelado a su imagen y semejanza.  Lo hizo libre y desde el principio respetó su libertad.

De día, el recién nacido, maravillado, miraba el sol que le quemaba los ojos en su movimiento ascendente y descendente. De noche, estupefacto, contemplaba el cielo con la cambiante luna y la inmensidad de estrellas que cambiaban de lugar. Ante esos fenómenos, incomprensibles para él, quedaba perplejo.

Al pasar los días surgieron en su mente interrogantes existenciales de vital importancia para él. ¿Quién soy,  de dónde vengo, hacia dónde voy, qué hago aquí, cuál es mi principio, cuál será mi fin? Entonces se sintió solo y desamparado. No entendía nada, se sentía como un extraño ante todo lo que le rodeaba. No sabía que hacer. Solo sabía que existía y que era diferente a los demás seres que le rodeaban.

Una mañana fresca, al despertar el alba, Adán se encontró con un ser semejante a él. Era Eva.  Ella también estaba pasando por la misma angustia. Se miraron detenidamente por largo rato, explorando sus cuerpos y temerosos uno del otro.  Se tocaron tímidamente  y finalmente quedaron prendados uno del otro.

Contemplaron a los demás animales y vieron que existía entre ellos una perfecta paz y armonía. Ante su situación se sintieron inconformes y fuera de sitio.  En ese momento  traspasaron los linderos del paraíso y se encontraron en un ambiente hostil. Quisieron regresar, pero les fue vedado el regreso. Entonces, juntos, emprendieron el viaje que aún no ha terminado.

©Edelmiro J. Rodríguez Sosa

28/ago/2010