Nunca olvida que desde niños compartieron los sueños y delirios que consolaban la falta de juguetes y el hambre. En los vestigios de una grúa a las márgenes del río pasaban las horas fascinados por el libre antojo de la imaginación. En aquellas fantasías, la grúa fue submarino, tanque de guerras, lancha torpedera, tren, camión de basura y ambulancia. Sin miedo de apartarse de la realidad, enfrascaron nobles y heroicas aventuras. Hicieron puentes y rescataron becerros de las turbias aguas de un río rabioso, llevaron víveres, madera y cascajo a los vecinos que invadieron el manglar para construir sus casitas, y con orgullo y rebeldía dispararon a mansalva contra los invasores que por la costa a joder llegaron.
A Nacho le encantaba ser chofer de camión de basura, pero un día, Rosendo se tiró del camión cansado de caracterizar al recogedor de basura municipal:
—Vamos a jugar de otra cosa que Yo no soy Pablo Cola.
Entonces convirtieron la grúa en una poderosa nave espacial, de esas que solo los grandes imperios pueden poseer. Armados hasta los codos despegaron desde el Río Niguas con la misión de explorar el planeta Venus. En mágico vuelo Nacho imitaba armoniosamente los sonidos de los motores de combustión, la propulsión a chorro del cohete, el abrir y cerrar de compuertas y el sonar de las alarmas. Era de admirar la destreza y el orden que navegaba los controles y el prosaico intercambio de mensajes con la torre de control. “Nació para andar en el espacio”, pensó Rosendo.
Pero la misión falló. En pleno despegué a Nacho se le cruzaron los ojos, se trincó y quedó tieso por unos segundos que a Rosendo le parecieron una eternidad. Nacho volvió en sí mostrando una sonrisa amplia y Rosendo comprendió que su amigo era un ser especial y juró apoyarlo firmemente en sus pasos por la tierra. Tristemente cancelaron la misión espacial para jugar los aburridos juegos terrestres.
Y así, ya pisando los cincuenta, han pasado sus vidas inmersos en la cotidianidad, fieles a sus propias rutinas. Rosendo trabaja lejos y visita el pueblo de vez en cuando. Nacho está pensionado y pasa sus días sentado en un banquillo frente a la Alcaldía.
Cada vez que visita el pueblo, le advierten que su amigo está loco, pero Rosendo los ignora porque no encuentra maldad en el desentono de Nacho.
En una de esas visitas habituales, Rosendo y Graciela se encontraron en una insólita rumba de anacoretas. Ella siempre ha sido bella y está como nueva, de tal manera que los hombres más rudos al verla flaqueen y desnudan su alma. Con solo una miradita, Graciela calentó a Rosendo y lo dejó frito en un estado monástico. Tal fue la obscena obsesión que Rosendo juró penitencia, y “entregao” con unas maracas alabó al dios de las petacas; todo a cambio de una noche con Graciela. Cuando acabaron las inútiles alabanzas, se dispersaron las almas según llegaron, con sus corazones huecos …Y ya Rosendo había conseguido lo que tanto codiciaba, una cita con Graciela.
Eran las seis de la tarde y por ella esperaba frente a la alcaldía en compañía de Nacho. Le confesó que ella era el amor de su vida, obra del destino, gracia del cielo… y otros disparates que nauseaban a Nacho.
Nacho aprovechó la condición ilusoria y postiza de Rosendo, alió la quietud de la tarde y el hipnótico tic-tac del reloj de la torre, para tejer un viaje al fondo del mar que le sirvió de parapeto en el sabotaje de un amor fatulo y proteger el pecho de su amigo.
De la nada se materializó un navío fantasma y en un instante anclaron en lo más profundo del mar. Y allí los caracoles cantaban, las algas bailaban y las sirenas paseaban en luminosos caballitos de mar tirando besos envueltos en burbujas.
En esos mágicos mundos estaban nuestros amigos cuando un ruido de bocina inquietó a Rosendo. “tranquilo que es solo la alarma que avisa de una tintorera acechando” dijo Nacho mientras sacaba un arpón para partirla en dos. Y salió de la nave a enfrentar la bestia.
Por una ventanilla Rosendo vio a su amigo cuando heroicamente defendió las criaturas del mar de aquel tiburón que se alejó de prisa para evitar los arponazos de Nacho.
El campanazo de las siete los regresó a la superficie y sintieron olor de frenos quemados.
Miró la hora en el reloj y Graciela no llegaba. Entonces la llamó y al otro lado de la línea una voz más fría que el cierzo invernal se quejó y lo maldijo. “! Muérete hijo de puta, hijo de mil-reputas! Me dejaste a la merced de Nacho el loco, y si no salgo chillando gomas me caga a palos”.
©Roberto López
El autor es un salinese residente en North Virginia donde trabaja en el sistema judicial del estado. Escribe cuentos y poemas donde se destaca por el tono humorístico y las vivencias de sus años juveniles. Entre sus cuentos estan Esa mancha, Diario de un chango, El jueyito, la trulla del Campito, La escolta y Palomo. Es un asiduo colaborador de Encuentro… Al Sur.