Nací en la vieja casona de mis antepasados en medio del Patio Ortiz.  Así llamado por el apellido de mi tatarabuelo Francisco Ortiz.  El viejo Ortiz como se le nombra en la familia.

Mi tatarabuelo era dueño de todas las tierras que componen la manzana que colinda por el sur con la plaza de recreo de Salinas, y de otras tierras aledañas que llegaban hasta Talas Viejas.

El viejo Ortiz fue vendiendo porciones de terrenos de la manzana hasta quedar encerrado en su centro, teniendo como única salida a la calle Muñoz Rivera un pasadizo estrecho que, en un tiempo fue conocido como “el callejón de los suspiros”, frente al entonces Teatro Monserrate.

Por vivir allí enclaustrados, rodeados de árboles frutales solíamos decir que vivíamos en el pueblo y en el campo. Tampoco faltaba el árbol de higüeras, materia prima que mi tatarabuelo usaba para confeccionar y vender utensilios del hogar.

En medio de esa manzana urbana y oculta a la vista desde la calle, se alzaba aquella centenaria casona de madera donde nací.

Estaba fabricada con maderas nobles del país, de esas que no les entran los clavos.

Tenía una sala enorme que conectaba con los aposentos mediante una especie de terraza techada. Al final de una galería se encontraba la cocina.

Con el pasar de los años terminó deshabitada por lo que se fue consumiendo poco a poco, como hacen los árboles a los que se les atrofian las raíces.

En sus últimos tiempos, cuando ya no tenía piso, puertas ni ventanas, mi tía abuela Luisa, la utilizaba como centro para  jugar lotería clandestinamente.

Pancho cantaba los números, oficio que realizaba con mucho colorido:

-¡Mano limpia!- era invariablemente la frase inicial de Pancho, para empezar sus funciones que consistían en introducir su mano en una bolsa de tela de donde extraía un bolo numerado que él voceaba: “¡chiquitito en número uno!, ¡noche buena veinticuatro!, pa´arriba y pa´abajo, sesenta y nueve!” Y así daba una descripción personal para cada número que sacaba de la bolsa.

En la sala, con el transcurrir del juego se oía: “ambo de cabeza, esquina, terno y finalmente lotería!”

Esas eran las jugadas que se pagaban y mi tía abuela se reservaba un por ciento para ella.  De sus ganancias le pagaba a Pancho.

El juego de la lotería comenzaba después de la última misa de la mañana del domingo.

Poco tiempos después nos mudamos a una casa propiedad de mi madre, Tilita, que estaba en la calle Muñoz Rivera al sur de la entonces Farmacia Lugo y frente a la barbería de Tomás.

Para ese entonces había muchos sapos en Salinas.

Estos batracios se introdujeron a Puerto Rico para combatir a los insectos que atacaban a la siembras de caña de azúcar que era la más importante fuente de ingresos del pueblo y de todo el país.

Por la calle Muñoz Rivera, que era y sigue siendo la arteria principal del pueblo, también conocida como la calle Cayey, pasaban los camiones cargados de mercancías en ruta de Ponce a San Juan y viceversa.

Una de nuestras diversiones era contar los carros que por allí pasaban.

Entre mis hermanos jugábamos a que los carros que venían de San Juan eran de uno y los que venían de Ponce eran del otro. Por supuesto, en aquella época eran pocos los vehículos que transitaban por las calles del pueblo.

Todavía no había comenzado la revolución pacífica de don Luis Muñoz Marín ni mucho menos la Operación Manos a la Obra.

En una ocasión Efrin Ramos y yo estábamos en la acera del frente de mi casa cuando vimos un sapo en la cuneta.

A Efrin se le ocurrió la atrevida idea, que yo aprobé al momento, de poner al indefenso sapo en medio de la calle par ver como era aplastado por un camión.

Efrin buscó una vara y comenzó a cochar el sapo  hacia el medio de la calle.

Un señor, que a la sazón pasaba por allí, al percatarse de nuestra intención nos dijo en forma grave y ceremoniosa, que si hacíamos aquello y moría el sapo, por la noche se nos subiría al lecho para darnos saltos en la barriga.

Los adultos en aquella época solían infundir miedo a los niños para que se portaran bien. Pero nosotros no le prestamos atención y el resultado fue que el sapo murió aplastado en el pavimento.

Luego del asesinato del sapo, me quedé pensando en lo que había dicho aquel hombre y al término del día me fui a la cama con aquella advertencia en mi mente.

Dormía en una camita pisicorre de una plaza, cuando a media noche sentí algo frío que me despertó. Abrí los ojos y vi una silueta dando saltos en mi barriga.

Salté de la cama dando gritos y cuando miré en dirección a la pisicorre, un sapo se alejaba arrastrando un pata.

© Edelmiro J. Rodríguez Sosa