por Edwin Ferrer
Los niños se pusieron tristes cuando anunciaron que iban a trasladar los cadáveres del cementerio viejo del Campito al cementerio de La Isidora.
—No puede ser que destruyan mi escondite—Dijo Tatito temiendo que ya no podríamos jugar a las escondidas.
Se refugiaba en una tumba de ladrillos parecida a una cueva de osos hibernando, era profunda y se perdía en ella. Había cráneos, pelos largos y uñas crecidas regadas como el crisol, aunque no le importaba, se sentía seguro en aquel recoveco; hasta que Don Tibidabo lo sacaba a correazos.
—Pues yo soy el llanero solitario, alegó Papo Estefanía mientras cabalgaba entre las tumbas llenas de musgos.
Toda la muchachada, grandes y pequeños, se refugiaba en la gran muralla de ladrillos para planear quienes serían los indios, los vaqueros y por supuesto “el muchacho” de la película.
El cementerio viejo revivía el Día de Reyes. La noche antes, hasta los más pobres colocaban hierbas para los camellos debajo de la cama.
Ese día, los jóvenes de mi barrio exhibían los juguetes bélicos con los que jugábamos a matarnos; juego que se tornó realidad cuando tomé parte en la Guerra del Golfo Pérsico.
En Irak había tumbas diferentes. Los cuerpos empapados con sangre flotaban sobre pozos de petróleo tiñendo la arena de marrón obscuro.
Un día, mientras el convoy en el que iba se movia por carreteras arenosas, estalló una bomba frente a nuestro vehículo. Cuando salté tras al bombazo, me parecía estar brincando las tumbas del Campito, saltando sobre los cadáveres exhumados que llevarían a La Isidora, entonces rehusé ser víctima del aceite encarnizado.
©Edwin Ferrer
El cementerio no era uno de mis lugares favoritos para jugar pero el relato nos muestra cuan rica es nuestra literatura salinense. Gracias Edwin por compartir tus experiencias con nosotros y estoy de acuerdo con Sergio, me gustaria leer mas sobre la puerca de la abuela Julia, Roberto.
Pues sigan contando, que así se nutre nuestro folclor y se crean temas y motivos para los futuros narradores. La puerca de Julia merece un relato aparte Roberto.
El cementerio era para nosotros, el Día de Reyes y para los mayores una extensión de su patio para criar animales. Otros, antes de ser construído del malecón, pescaban camarones con los cráneos de los difuntos, según William Mateo. Hay muchas historias más que contar. como la vez que explotó el cadaver del mausuleo.
En ese cementerio, mi abuela Julia tenía una puerca amarrada a un arbolito de bellotas. Ella me prometió un vellón que en Salinas eran diez centavos, para que yo le llevara comida a la puerca, y tan pronto engordara la iba a vender. Pues sucedió que un día los niños del barrio, estábamos fatigados de tanto jugar y nos recostamos sobre las tumbas para coger un descanso. Pero quiso la mala suerte que a Tachuela se le metiera por dentro un espíritu burlón. Y una voz misteriosa salió de su boca contando historias más morbosas y satánicas que las musas en el poemario de Lucifer. Recuerdo que cuando el dejó de hablar, el grupo de niños se rompió y en silencio cada cual cogió para su casa como si estuvieran huyéndole al diablo. No sé que le pasó a la puerca de mi abuela, si es por mí, entonces se murió de hambre. Edwin, creo que pertenecemos al último grupo de niños que jugó en aquel campo santo, porque poco después llegó la grúa y una planadora… el resto es historia. Muy bueno tu escrito, gracias por compartirlo y traer tan gratos recuerdos.
Este relato me trae muchos recuerdos porque yo también jugué al escondite y de coger en ese lugar. Corríamos sobre las tumbas y saltábamos de tumba en tumba.
Edwin tremendo relato de nuestra niñez en la Ciudad Perdida, buen dominio de la narración combinada con tu vivencia en Irak. Personalmente recuerdo el traslado del Sr. Godreau al cual le perforaron el ataud cuando lo estaban sacando y el hedor inundó a toda la Ciudad Perdida.