por Edwin Ferrer

Los niños se pusieron tristes cuando anunciaron que iban a trasladar los cadáveres del cementerio viejo del Campito al cementerio de La Isidora.

—No puede ser que destruyan mi escondite—Dijo Tatito temiendo que ya no podríamos jugar a las escondidas.

Se refugiaba en una tumba de ladrillos parecida a una cueva de osos hibernando, era profunda y se perdía en ella. Había cráneos, pelos largos y uñas crecidas regadas como el crisol, aunque no le importaba, se sentía seguro en aquel recoveco; hasta que Don Tibidabo lo sacaba a correazos.

—Pues yo soy el llanero solitario, alegó Papo Estefanía mientras cabalgaba entre las tumbas llenas de musgos.

Toda la muchachada, grandes y pequeños, se refugiaba en la gran muralla de ladrillos para planear quienes serían los indios, los vaqueros y por supuesto “el muchacho” de la película.

El cementerio viejo revivía el Día de Reyes. La noche antes, hasta los más pobres colocaban hierbas para los camellos debajo de la cama.

Ese día, los jóvenes de mi barrio exhibían los juguetes bélicos con los que jugábamos a matarnos; juego que se tornó realidad cuando tomé parte en la Guerra del Golfo Pérsico.

En Irak había tumbas diferentes. Los cuerpos empapados con sangre flotaban sobre pozos de petróleo tiñendo la arena de marrón obscuro.

Un día, mientras el convoy en el que iba se movia por carreteras arenosas, estalló una bomba frente a nuestro vehículo. Cuando salté tras al bombazo, me parecía estar brincando las tumbas del Campito, saltando sobre los cadáveres exhumados que llevarían a La Isidora, entonces rehusé ser víctima del aceite encarnizado.

©Edwin Ferrer

guerra del golfo