A Gloria Dones

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Vagaba por las calles de Nueva York recordando a su pueblo y su amor: su
poesía. ¡Nadie la reconocía! Tropezaba con los transeúntes y ellos maldecían en
lenguas extrañas a su oído. Divagaba en recuerdos lejanos. Recuerdos de poeta
enamorada… "Río Grande de Loíza…" Al final de cada recuerdo venía la pregunta:
¿Cómo llegó hasta allí? A cada paso, cada vez más pausado, su tos se hacía más
persistente… Con cada tropiezo su cuerpo gritaba de dolor. Sus piernas
temblaban.


Vagaba por las calles de Nueva York recordando a su pueblo y su amor: su
poesía. ¡Nadie la reconocía! Tropezaba con los transeúntes y ellos maldecían en
 

Vagaba por las calles de Nueva York recordando a su pueblo y su amor: su
poesía. ¡Nadie la reconocía! Tropezaba con los transeúntes y ellos maldecían en
lenguas extrañas a su oído. Divagaba en recuerdos lejanos. Recuerdos de poeta
enamorada… “Río Grande de Loíza…” Al final de cada recuerdo venía la pregunta:
¿Cómo llegó hasta allí? A cada paso, cada vez más pausado, su tos se hacía más
persistente… Con cada tropiezo su cuerpo gritaba de dolor. Sus piernas
temblaban.

No era una mujer carente de inteligencia, ¡No! ¡Todo lo contrario! En tiempos
en que las mujeres de su país no podían proseguir estudios superiores, porque
vivían una época en que el hombre lo era todo y la mujer sólo una sombra. Una
sociedad machista que solía decir tan a menudo que “la mujer se hizo para los
quehaceres domésticos y el hombre para la calle”.
Ella cambio todo aquello, graduándose de La Universidad de Puerto Rico, con un
título en educación.

Fue maestra de escuelas y en Salinas ejerció el magisterio por un breve lapso de
tiempo. Pero la poesía la atrajo a su regazo. ¿Cómo, pues, llegó hasta allí?
"Río hombre… Hombre río… abrázate a mi espíritu…"
El frío calaba sus huesos. Todos evitaban mirarla… Era una extraña en una ciudad
lejana, inmensa y hostil. Sintió un cansancio de muerte. Se acostó sobre la acera
cementosa y cerró los párpados. ¡Quiero descansar!

Cuando abrió los ojos no reconoció el lugar: un cuarto de paredes blancas, un
olor agrio y una camilla de hospital… Todos se movían de un lado para el otro,
hablando, murmurando, conjeturando, sin percatarse de su presencia. De su cuerpo
cubierto, cual crisálida, por las sábanas blancas de la morgue. Quiso gritarle
al mundo: ¡Soy Julia de Burgos! Pero ya nadie oiría y allí se apagó su luz y
nació la leyenda.


© María del C. Guzmán