Está ahí,  la vieja estructura de la Central Aguirre, ostentando su idealizada imagen. Los furiosos vientos de María apenas la tocaron.  Ahí está, insistiendo en avasallar todas nuestras remembranzas. Confabulada para evitarnos internalizar toda la pesada carga de semiesclavitud y pillaje que desató a partir de 1899.  Se llevaron para Boston toda la ganancia que le pudieron arrancar a esta antilla dejando solo las migajas del costo de su operación y mantenimiento.  Y cuando el negocio se puso perdidoso vendieron caras las pérdidas al único cliente posible, al pueblo de Puerto Rico.  Negocio redondo aquella venta, ¡ahí les dejo ese desastre! Al cabo de tres décadas los corruptos esquilmaron el capital invertido durante su agonía.

El poblado que fue fabril continúa agonizando.  El comercio desapareció, los centros de diversión están en ruinas y el gran huracán del 20 de septiembre daño la mayoría de las casas de madera que construyó la Central.  El sueño de una zona histórica dinámica se desvanece.  Apenas un kiosco de carne frita alimenta a los turistas que visitan el poblado, la Reserva Estuarina y el Bosque de Aguirre.  Apenas algunos empleados de las centrales eléctricas comparten con los residentes de Montesoria, que de tanto exponerse a los ensordecedores silbidos de las plantas de la AEE ya ni los escuchan.

La riqueza que no pudieron robar fue el alma y el espíritu del pueblo.  Los tambores de aquí y los del más allá si se escuchan, sus golpes resuenan en el pecho de cada hijo del barrio, de cada hombre y mujer por cuyas venas fluye el picor del cañaveral y candente sol de mediodía.  En la placita del barrio y por las calles solitarias del poblado revive la auténtica espiritualidad popular, la que misteriosamente estremece aun a los que están por nacer.  Esa no se la pueden robar.  Esa permanece viva aun cuando desaminen nuestra cultura, ella florece en expresiones nuevas, creativas y potentes.  Siempre está latente, inexplicable, oculta como un tesoro aun en el calabozo más inhóspito en el que encierren nuestros cuerpos, aun en el más allá.

por Sergio A. Rodríguez Sosa

Foto María Zayas