Moisés tenía que ver para creer. Hace medio siglo caminábamos hacia la playa del Coco por la ruta del crematorio. De repente en el surco de la caña, vi a un mono pipón comiendo guayaba. Cuando grité y dije “Moisés, mira un mono comelón” el sobresaltado mono, brincó y desapareció. Lleno de desconfianza, Moisés me dijo loco y se burló de mí.

Una vez bajo un cielo límpido en Salinas, en un viejo coche, subía para Cayey diciendo un padre nuestro para que la alianza de Dios diera fuerza al motor. Y en aquel momento nació tendido entre Lapa y Plena un palpitante arcoíris doble. La experiencia fue tan real que al cruzar el arcoíris el coche quedó pintado con todos los colores del espectro.  Lleno de esperanza por esa señal del cielo, fui y le conté la aventura a mi amigo Moisés, quien de inmediato me gritó loquillo, riéndose sin compasión.

Un sábado, en el salón de baile “La Concha”, en un oscuro rincón, vi una campamocha transformarse en hermosa mujer, de esas que matan con besos. Le advertí el peligro a Moisés; pero ya sabemos, no era creyente de mis verosímil y razonables historias, y otra vez me dijo loco y la invitó a bailar.

Bailaron con una pasión terrible, bajo una lluvia de besos salvajes, hasta que a ella le dio hambre y todo se convirtió en un acto cruel.  Moisés por poco pierde la cabeza. Sobrevivió los mortales mordiscos gracias a las enfermeras del hospital municipal, que después de remendarlo, lo mandaron para el hospital de Distrito en Ponce, donde por muchas horas estuvo en cautiverio como mono de laboratorio.

Y así fue como Moisés se convirtió en fiel creyente, no de mis historias, sino más bien, de las cosas de Dios…

© Roberto López