Todavía no había caído la tarde y ya se sentía el alboroto de aquellos primeros días de agosto.
Sería un fin de semana de juguetonas peregrinaciones hacia un mismo lugar. El cruce, esa frontera que divide los destinos de La Plena, Jájome y del Pueblito del Carmen, se convertía en el hogar de las curiosidades, de las apuestas, del ir y venir de los mismos autos con la música del momento.
Las picas, ruletas de caballitos cuidadosamente pintados, eran la manifestación más cercana a la gloria, en una población devota; pero sumida en la necesidad. Los pequeños rocines, que se revolvían guiados por apuestos jinetes con camisetas de colores brillantes, eran la fascinación de los niños. Las bombillas, tratando de imitar a la luz del sol, rodeaban la estructura rústica que servía de amparo a los jugadores. El rojo remozado de las maderas competía con los labiales que lucían las muchachas.
Sin embargo, la magia de esas noches de luna llena se volvía intensa con la visita de una bailarina misteriosa que se llamaba “Mamá Lulú”. Las jugadas se detenían cuando un simpático músico cantaba: “yo no puedo, yo no puedo, yo no puedo vivir sin tu amor, porque muero, porque muero, porque muero de pena y dolor”. “Mamá Lulú” irrumpía en el pequeño e improvisado escenario con sus danzares de gitana caribeña.
Sus vestidos de colores exagerados, sus prendas de oro y sus vueltas infinitas, sorprendían a los más chicos, entretenían a las jóvenes que a escondidas trataban de imitar sus sensuales gestos y hechizaban a los hombres que ya tenían unas “cervecitas” demás en la cabeza. Esta inefable mujer, era delgadita, de baja estatura y con una vida repleta de años. Sin embargo, parecía que había hecho un pacto con alguna espiritista para envejecer el cuerpo y rejuvenecer el alma en cada paso.
Ya han pasado muchos años. Las picas jamás volvieron. Muchos de los peregrinos de la diversión ya se han ido de los caminos entre tierra y asfalto. Agosto jamás volvió a ser el mismo; pero algo en mí insiste en recordar aquellos sábados después de misa, los viernes gozosos, como los misterios del rosario, luego de la escuela y los largos domingos de caminantes sedientos de algarabía. Por “Mamá Lulú” no me preocupo. Ella debe estar bailando entre volantes de nubes o puede seguir de gira por los campos de Puerto Rico con su mágico pacto renovado.
©©Lucía Margarita Cruz Rivera
Los que mecieron mi cuna, página 115
